Joxean Agirre Agirre
Un lazo verde en la caverna
El autor analiza el escenario inmediato que se abriría tras lo que «más temen»: la aceptación por parte de ETA de las peticiones de la Declaración de Bruselas y el Acuerdo de Gernika. «Se acaba el ciclo de la confusión y del ruido ambiental» afirma, para adelantar que la siguiente fase será «multilateral, orientada a reforzar la tesis propia». Y sitúa la irrupción del lazo verde en «la necesidad de abanderar la conquista de un bien común» que los «más avispados ya lo intuyen».
Llevamos meses advirtiendo la adaptación de la estrategia del Estado español a los nuevos tiempos. La decisión de la izquierda abertzale de darle la vuelta al tablero ha desencadenado un realineamiento en los discursos, primero, y, más tarde, un evidente y generalizado apremio por colocar las piezas en posición de ventaja ante el inminente inicio de una nueva partida.
Todos los agentes políticos y mediáticos españoles llevan semanas anunciando lo que más temen: la aceptación por parte de ETA de las peticiones realizadas por los signatarios de la Declaración de Bruselas y los agentes políticos, sindicales y sociales vascos agrupados en torno al Acuerdo de Gernika. Se acaba el ciclo de la confusión, de las medias tintas y del ruido ambiental. Las decisiones, la elección de herramientas y el pronunciamiento inequívoco pasarán a ser las palancas de acción política en el año 2011. Ya no valdrá invocar a ETA, en un sentido u otro, para trabar el desarrollo de este proceso. Serán más infructuosos que hasta ahora, que ya es decir, los intentos por buscar la ruptura interna de la izquierda abertzale o revertir el sentido y profundidad de su nueva estrategia política.
Pero si esta fase se ha caracterizado por la unilateralidad de la iniciativa y compromisos políticos adquiridos, la siguiente habrá de ser multilateral. Mejor dicho, lo será. No hay que confundir los términos y pensar cándidamente que esa multilateralidad se atendrá a un único registro o interés. Las formas de encarar el proceso serán muy diferentes, siempre orientadas a reforzar la tesis propia y a llevar lo más adelante posible la estrategia de cada parte.
En los últimos meses, esa voluntad por parte del gobierno español se ha manifestado de forma nítida en dos direcciones: la represiva y la política.
En el plano represivo las operaciones policiales, denuncias de tortura, episodios de guerra sucia y acoso judicial generalizado contra la izquierda abertzale siguen marcando la agenda del PSOE. La crisis estructural del estado, su frágil equilibrio entre la supervivencia y la zozobra en la tormenta desatada por el capital y sus recetas en toda Europa, el férreo marcaje del PP y el innegable desgaste de Rodríguez Zapatero, les hace desaconsejable abordar en clave de cambio «la doctrina antiterrorista» que les vincula a la derecha desde la era Aznar. Saben que el viento ha cambiado de dirección, que comienza a soplar con fuerza, pero tienen el velamen carcomido, al capitán cuestionado por la tripulación y, para colmo, no saben nadar en aguas internacionales. En cuanto la dialéctica en torno al conflicto traspase la barra del puerto, se sienten pasto de los tiburones.
La gestión de un escenario como el presente ha recaído en viejos conocidos de Euskal Herria. La última remodelación del gobierno socialista fue, sin duda, consecuencia de la voluntad de afrontar un proceso que se avecina. Esto no quiere decir que el PSOE entienda el mismo en clave democrática o desde la perspectiva de superar el conflicto político. Simplemente saben que, a diferencia de lo ocurrido en otras coyunturas, no pueden hacer nada para alterar la determinación de la izquierda abertzale. Por mucho que saquen los «patrol» de la Guardia Civil cada noche, el espectáculo de la represión tan sólo busca debilitar a la izquierda abertzale de cara a los retos por llegar, y mantener sosegado al mastín de la derecha.
El encumbramiento de Pérez Rubalcaba y el desembarco de Jáuregui han sido los efectos más visibles de la adecuación política que Ferraz ha diseñado. El ministro del Interior y actual vicepresidente es la baza electoral, el candidato presidenciable, en el previsible supuesto de que a Rodríguez Zapatero lo engulla el remolino sin fin en el que gira la débil economía española. Su valor al alza y popularidad se atribuye a la mano de hierro con la que gusta adornar sus intervenciones.
Ramón Jáuregui es, por el contrario, un superviviente de la generación política coetánea con el GAL. Delegado del Gobierno en la CAV entre 1983 y 1986, mientras mercenarios pagados con fondos públicos asesinaban refugiados, responsables políticos y simples ciudadanos de Ipar Euskal Herria, él contemplaba estoicamente la carnicería. Como muestra de inacción y de complicidad, se mostraba satisfecho en público por «las consecuencias prácticas operativas de la irrupción de GAL en el escenario de los terroristas». Es más, llegó a decir que «se les estaba pagando con la misma moneda», lo cual, tras haber sido procesados y, en muchos casos, condenados bastantes de sus subordinados políticos directos (Julen Elgorriaga, Julián Sancristobal, García Damborenea), le deja en muy mal lugar. En cualquier caso, nunca al margen de la sospecha. Pese a todo, en noviembre de este año insistía, y en una entrevista de prensa aseguraba que volver a hablar del GAL le producía una «enorme pereza intelectual», por cuanto que después de tres décadas aquellos «hechos han sido juzgados, judicial y políticamente». Que un individuo así haya llegado a ser Consejero de Justicia del Gobierno Vasco es una ofensa sin paliativos a la decencia pública.
Pero ahí están, tal para cual, dispuestos a pilotar la nave gubernamental en el proceso en ciernes. Con una misión que los debe aupar, o así lo creen, al olimpo de los estadistas intachables: proclamar la derrota política de ETA y anunciar la liquidación del proyecto independentista en Euskal Herria. En ésas están, y en esa clave entienden el proceso.
No obstante, el escenario inmediato va a llevarse por delante el cortoplacismo del gobierno del PSOE y su cálculo político asociado. Los más avispados ya lo intuyen; tal vez por ello, en la sesión plenaria del parlamento vasco del pasado jueves, una decena de parlamentarios socialistas, con Egiguren y Pastor a la cabeza, lucían en la solapa un lazo verde, símbolo, según los portadores, de la esperanza del logro de la paz. Es preferible abanderar la conquista de un bien común, que pretender gobernar unas cuantas legislaturas más a la sombra de un logro infundado.
No soy amigo de interpretaciones políticas a la luz de gestos públicos, sentencias judiciales o símbolos en el ojal de la chaqueta, pero las razones para la esperanza abarcan desde el verde invocatorio de Egiguren hasta el rojo de los últimos jóvenes independentistas detenidos esta semana. Si la línea continua del cambio de ciclo termina por unir la distancia que separa a ese parlamento falseado e ilegítimo con la férrea voluntad de superar el conflicto y construir un marco democrático de las personas encerradas en los calabozos de la Audiencia Nacional, cualquier color valdrá. Tensar la cuerda que une ambos extremos es el desafío; activar a la sociedad de modo que nadie se atreva desligar nunca más la paz de la democracia efectiva para todos y todas en este país.
Que esta idea pase de mano en mano. Si no la dejamos caer, saltarán todos los cerrojos y abriremos todas las puertas. También las que encierran a quienes más queremos.