DIEZ AÑOS DE GUERRA AFGANA (I)
HELMAND, NAUFRAGIO EN EL DESIERTO
La última invasión de Afganistán ha entrado en su décimo año pero las fuerzas de ocupación barajan fechas de retirada ante un fracaso que se hace más evidente cada día que pasa. Helmand es una de las zonas donde las tropas extranjeras hunden sus botas en el fango de una guerra que se antoja imposible de ganar.
Karlos ZURUTUZA
El señor Alí conserva aún un recuerdo muy vivo de los tiempos en los que a Helmand se la conocía como la «pequeña América». «A finales de los sesenta y principios de los setenta, los americanos construyeron muchas de las infraestructuras de Helmand; desde la presa al hospital, pasando por un hotel, un cine y todos los sistemas de regadío de la región. Vivían cientos de americanos aquí, ¡hasta la mujer del gobernador lo era!», recuerda este profesor de matemáticas retirado, con un gesto a medio camino entre la nostalgia y la incredulidad.
Eran los tiempos en los que los americanos apoyaban a un rey que había de resistir la presión que llegaba desde Moscú. En vano.
Pero el señor Alí también guarda un buen recuerdo de los rusos. Trabajó para ellos durante cuatro años como traductor y su labor fue reconocida por dos medallas que le impuso Najibullah (antiguo presidente comunista de Afganistán).
Y lo que vino después también es historia: Washington ayudó a los muyahidines en su lucha contra los rusos y, cuando estos se fueron, también lo hizo el «amigo americano». Pero esta vez nadie se acordaba ya de construir ni reconstruir; ni en Helmand ni en el resto del país.
Y llegó la guerra civil, otra más. De las antiguas infraestructuras sólo funcionaban los sistemas de regadío, a través de los cuales, el río Helmand desembocaba en un mar de amapolas.
Al final, la batalla la ganaron los talibanes con la ayuda de paquistaníes y árabes, de manera que los americanos volvieron para acabar con aquellos a los que un día habían apoyado.
«Aquí amapolas ha habido siempre, el problema es que hoy ya no hay otra cosa», se queja el señor Alí, a quien hace ya un tiempo que dejaron de gustarle los extranjeros.
«Juntos»
Recientemente, el primer ministro británico, David Cameron, anunciaba desde Lashkar Gah (capital de Helmand) la progresiva retirada de sus tropas a partir del año próximo. En octubre era el presidente de Estonia, Toomas Hendrik Ilves, quien se personaba allí para felicitar al contingente que el país báltico tiene destacado en la zona. No llegan a doscientos pero aúnan esfuerzos con georgianos, canadienses, estadounidenses, británicos, daneses, árabes (Bahrein) y afganos para combatir a la insurgencia en uno de sus principales bastiones.
La última gran ofensiva en la región fue la operación bautizada como Moshtarak («juntos», en dari). Tras cinco meses de intensos bombardeos, la bandera afgana ondea hoy sobre las ruinas de Marjah.
«Marjah no es más que un bazar en una pequeña aldea ¿qué buscaban allí?», se pregunta incrédulo Ramzan, carnicero local. Muchos como él se siguen haciendo la misma pregunta.
Durante la operación, que comenzó en febrero se llegó a comparar Marjah con Falujah (Irak). Pero todo paralelismo entre una pequeña localidad de casas de adobe resecas con un gran núcleo urbano donde se libró una «batalla épica» resulta, cuando menos, hiperbólico. De lo que no hay duda es de que la pequeña localidad pastún está situada en mitad de uno de los mayores cinturones de amapolas de Afganistán. Asimismo, los datos que aporta la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD) son más que elocuentes: el 90% del opio que se consume en el mundo viene de Afganistán y, en 2009, más de la mitad de las hectáreas cultivadas en el país estaban en Helmand.
«Terrorismo y tráfico de drogas van de la mano en Afganistán». Ese ha sido el mensaje tras la mayor ofensiva militar desde la invasión del país en 2001. Desde entonces, Marjah se ha convertido en un microcosmos de la guerra afgana y en la metáfora de una insurgencia que se extiende por todo el país.
Apenas 30 kilómetros separan a Marjah de la capital de Helmand. Muhamed Gulab Mengal, gobernador de la región, «invitó» a una delegación de periodistas locales a que le acompañaran para que comprobaran in situ los «excelentes avances en la seguridad en la zona». «Fuimos a Marjah, sí, pero en un convoy de 25 vehículos entre los que había soldados británicos; esa es la única forma de salir de Lashkar Gah por carretera», apunta Asif, informador local. Más aún, son muy pocos los que se atreven siquiera a adentrarse en la carretera a la que se accede a través de un puente sobre el río Helmand.
«Ayer vieron un control talibán a x kilómetros de aquí». Este es el rumor «tipo» más recurrente en Lashkar Gah. Dese a «x» un valor del uno al cinco y esa es la distancia a la que se encuentran los insurgentes de la capital de la provincia.
Las rectilíneas calles del barrio moderno de Lashkar Gah son otro recuerdo de la «pequeña América». Rahman vive hoy en una de ellas, a pocos metros de un monumento en mitad de una rotonda en el que dos palomas blancas sujetan el globo terrestre.
«Vivo en casa de mi hermano porque no me atrevo a volver a mi aldea. Si te paran los talibanes quedas sometido a su voluntad: pueden dejarte pasar pero también golpearte o, simplemente, robarte», asegura este pastún de Nad Alí, uno de los distritos más devastados por la guerra en el país.
Cartas bajo la mesa
A pesar de la aparente calma en la capital de Helmand, hay detalles que apuntan a que muchas cartas aquí se juegan bajo la mesa.
«¿Has visto a todos esos policías con pasamontañas? Los llevan hasta cuando la temperatura roza los 50 grados pero no tienen otra opción. En cuanto les identifican los talibanes les amenazan con matarles a ellos y a sus familias si no les dejan atravesar los controles a sus furgonetas cargada de heroína o armas; a otros, simplemente, los han comprado», explica Hamid, un veinteañero local. Hace un par de años pensó en alistarse en el Ejército afgano ante la falta de trabajo pero no se arrepiente de no haberlo hecho. «Aquí no hay soldados locales, son todos de fuera, de Kabul y de otras regiones del país», añade el joven.
Y no olvidemos a los que han llegado desde mucho más lejos. «Tenemos que insistir para que los niños cojan una piruleta. Nuestro intento de ganarnos a la población civil choca con la intimidación a la que la somete el enemigo», se lamenta el sargento británico Mower. Este hombretón originario de Hull (norte de Gran Bretaña) es un veterano de Sangin, esa localidad en la que los británicos han permanecido más de cuatro años antes ser relevados el pasado 20 de setiembre por los marines estadounidenses. Lo que Londres ha dado en llamar «movimiento táctico» recuerda demasiado a la retirada de Basora del ejército de su majestad en 2007. Aquella ciudad iraquí también fue «cedida» a los americanos entonces.
«No me atrevo a seguir más allá, es muy peligroso», asegura el fixer (conductor y traductor local) tras cruzar el puente sobre el río Helmand e «internarse» apenas un kilómetro en terra incognita. Pero tiene una idea:
«No hace falta acercarse a Marjah, Nad Alí o Musa Qala: vete a los dos hospitales de Lashkar Gah, allí verás de qué va esta guerra». Seguiremos el consejo.
La retirada británica en setiembre de la localidad de Sangin, que Londres ha dado en llamar `movimiento táctico', recuerda demasiado a la retirada de Basora del Ejército británico en 2007. Aquella ciudad iraquí también fue «cedida» a los estadounidenses entonces.