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NARRATIVA

Devenir otro

Iñaki URDANIBIA

El poeta es un fingidor, decía uno. Cierto es que quien escribe -no sólo poesía- muchas veces se coloca en el lugar del otro, deviene otro por momentos para tratar de dar cuerpo, y alma, a sus personajes. En algunos casos, esta actividad de crear ha llevado a algunos a agolpar en su propia pluma a varios otros: unos pocos (Kierkegaard, por ejemplo) o casi una multitud, como en el caso de Pessoa -dejaré de lado los seudónimos bajo los que ocasionalmente se han ocultado algunos autores-. En estos asuntos hay hasta quien ponía en solfa la propia noción de autor, cuyas obras debían pasar a ser utilizadas, sin una unidad total, a modo de una caja de herramientas (Foucault), de manera similar a como Proust metaforizaba con las gafas.

En la presente ocasión, no estamos ante el estallido del sujeto en el éxtasis anónimo de Bataille, o ante la desaparición del sujeto de Blanchot, o ante el deslabazamiento del sujeto de Artaud, o ante la desmultiplicación del sujeto; ni tampoco ante el extravío de Rimbaud, quien a través del desajuste de todos los sentidos perseguía alcanzar el estado propio de un vidente cuando en una carta a Georges Izambard le decía: «yo es otro». Aquí, en el presente libro, estamos ante fingidores/impostores en cierto sentido.

Dejando de lado, no obstante, la ampliación de la posible lista de distintos casos y cosas al respecto, la editorial madrileña presenta unos atractivos textos y conversaciones, en los que participan gentes de letras y de otras artes: los escritores Jean Echenoz, Enrique Vila-Matas, Barry Gifford y Paul Auster; y los artistas Paul Klee y Sophie Calle. Entre ellos se van a establecer relaciones que convierten el libro en un abanico en el que se muestran distintas formas de interpretar la escritura y las maneras diversas de dar cuenta de vidas, pensamientos y escritos ajenos.

La conversación entre Echenoz y Vila-Matas recuerda las circunstancias en que ambos se encontraron, en un bar al que les llevó Sergi Pàmies, y cómo intercambiaron opiniones y secretillos acerca de cómo escribían aprovechándose de frases oídas en la calle o tomando en préstamo citas de autores de la historia de la literatura. El barcelonés le cuenta al francés cómo se quedó con alguna frase que más tarde utilizó, y que ahora -en el reencuentro-, al oírle otra ingeniosa frase oída por ahí, se ve tentado a utilizarla en cuanto le surja la ocasión. Más que de impostura, el primero de los escritores nombrados subraya que su trabajo consiste en «captar, robar, apropiarse, desviar, romper en mil pedazos la percepción del mundo...», a lo que el segundo apostilla que no tiene miedo en hurtar a otros trozos de sus textos y hasta de sus existencias, procurando «no ser únicamente yo mismo, sino también ser descaradamente los otros». Otros «maquillajes» asoman, como los logrados por los inventores de libros no escritos (Borges, si bien no se debería olvidar al genial Stanislaw Lem) o por otros autores, que estando junto a Vila-Matas irrumpen en legión. Y en cuanto a «hablar otro», los ejemplos narrativos en Echenoz tampoco son barro, pues lo mismo es un músico de Ziburu, que un atleta de Praga, o un científico soviético.

Esta tendencia a ser otro o actuar, o decidir, como si así fuera, va a ser el entramado de las siguientes entregas: el pintor Paul Klee escribió en su momento un diario de su estancia en Túnez, en donde estuvo acompañado de un colega, August Macke. Pues bien, el escritor americano Barry Gifford retoma el asunto y deconstruye el diario -a través de un supuesto «contra-diario» escrito por Macke-, que hace que el diario kleeniano, escrito más basándose en los deseos que en lo que realmente ocurrió, quede desdicho y refutado en distintos aspectos, haciendo que el imaginado responda mejor que el original al propio desarrollo de los hechos; parece así, en un despistante juego de espejos, que el ficcionado resulta más creíble y verosímil que el diario auténtico. Mecanismo similar, si bien más rizado el tirabuzón, se desarrolla entre la artista Sophie Calle y Paul Auster, en un brillante texto de título pereciano, «Nueva York: instrucciones de uso», escrito a cuatro manos. El novelista tomó varios episodios de la vida de la artista, muy centrada en el fenómeno del azar, haciéndola aparecer bajo el nombre de María en su novela «Leviatán». Ella entró en el juego y se comprometió a vivir unos días siguiendo las pautas de comportamiento que marcase, basándose en ella, el novelista de Brooklyn; tras obedecer, Sophie Calle nos cuenta la experiencia vivida y el juego, acercándonos de esta forma a sí misma y a la ciudad nombrada.

Me permito concluir este comentario con una cita del último libro de Charles Dantzig («Pourquoi lire?», Grasset, 2010): «La lectura no está contra la vida. Es la vida, una vida más seria, menos violenta, menos frívola, más duradera, más orgullosa, menos vanidosa, a menudo con todas las debilidades del orgullo, la timidez, el silencio, el recule. Ella se mantiene, en medio del utilitarismo del mundo, en un férreo alejamiento a favor del pensamiento. Leer no sirve para nada. Es por ello por lo que es una gran cosa. Leemos porque leer no sirve para nada». No entraré a discutir en detalle las afirmaciones varias que aquí se hacen, pero en el caso que nos ocupa leer sirve para conocer los mecanismos, dispositivos y trucos de algunos de los más grandes y ocurrentes escritores de la actualidad, para entrar en otras vidas, además de para ver en estos quehaceres lúdicos una invitación a jugar.

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