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NARRATIvA

Tiempos oscuros

Esther ZORROZUA

Dicen quienes han sufrido la terrible experiencia que una posguerra es mucho peor que la guerra misma. Mientras dura la contienda, ambos bandos se alimentan de la esperanza de ganar; cuando callan las armas, los que han perdido sólo pueden aspirar a la supervivencia diaria a cualquier precio y a dudosas conspiraciones que las más de las veces conducen a vía muerta. Esa penosa realidad es la que nos muestra en esta ocasión Mikel Alvira (Iruñea, 1969) en su última obra, «Cuarenta días de mayo», ambientada en la Pamplona de 1955, cuando los vencidos atraviesan su desierto más inhóspito y los vencedores tampoco son capaces de rentabilizar su victoria.

Estamos ante una galería de antihéroes que caminan sin rumbo, dando vueltas en círculo por la geografía triste de una ciudad de provincias, cuyo destino inevitable es la frustración. La anécdota arranca un primero de mayo bastante confuso, con escaramuzas desordenadas por parte de los distintos grupos perdedores (socialistas, nacionalistas, comunistas, anarquistas...) a quienes su propia descoordinación aboca al fracaso. Ese «Día del Trabajo» con sus reivindicaciones sofocadas manu militari sirve de precalentamiento al anuncio de la próxima visita de Franco a la ciudad por parte del entonces gobernador civil Carlos Arias Navarro y la instantánea reacción de preparar un atentado mortal contra el dictador por parte de los disidentes. A partir de ese momento se desencadena una acción trepidante. La propia novela se convierte en una bomba de relojería con el temporizador marcando una cuenta atrás inexorable; pero en ese momento también, el autor nos hace un guiño para indicarnos que no habrá plan que se cumpla porque no se dan las condiciones.

Esta vez, el autor ha reducido el número de personajes para crear cuatro caracteres magistrales: Manuel Videa, Margot, el comisario Serrano y Consuelito, que vienen a ser una especie de destilación o esencia de la naturaleza humana. Cada uno con sus matices, con sus coletillas, con sus gestos propios, con ese algo inconfundible que hace que se levanten de las páginas y se pongan de pie para hacerse verosímiles y, sobre todo, humanos. Se ha dicho de la novela que es una parábola de la lucha entre el bien y el mal, pero esa es una fórmula fácil y roma, porque «Cuarenta...» es una historia mucho más compleja, con pliegues y repliegues, y muchos ecos del pasado que no hay que olvidar aunque haya quien se empeñe en ello.

Declara Alvira que sus lectores han alcanzado la mayoría de edad por la forma en que han acogido este relato. Puede que no sea más que un «efecto boomerang» de la madurez que va adquiriendo el propio autor dentro de ese circuito de retroalimentación que supone el proceso literario. Como buen corredor de maratón, es consciente de que ha llegado hasta aquí con mucho oficio, pero también sabe que ahora ya no puede aflojar. Los lectores somos adultos y exigentes.

 

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