La nueva producción de «El caserío» dirigida por Viar cuenta con una escenografía creada por Daniel Bianco, la dirección musical de Miquel Ortega al frente de la Bilbao Philarmonia y el Coro Rossini, y la actuación de Ángel Ódena, Marta Ubieta y Mikeldi Atxalandabaso en los papeles protagonistas. Las entradas para las seis representaciones están prácticamente agotadas.
Siendo usted de Bilbo, ¿le hace ilusión debutar como director de escena con una zarzuela tan querida aquí como es «El caserío» de Guridi?
Debutar con un título tan entrañable para nosotros como es «El caserío», y en el Teatro Arriaga, que es el teatro de mi ciudad natal, es para mí un sueño hecho realidad. Me hace más ilusión que debutar en el Athletic, prácticamente. Y sólo puedo agradecer al equipo del Teatro Arriaga por haber confiado en mí y darme esta oportunidad.
¿Cómo se aborda escénicamente una zarzuela que se mueve tan cerca del folclore?
«El caserío» es una obra magnífica, pero no es sólo un gran compendio de música folclórica vasca, sino que posee también un lirismo de un espectacular vuelo romántico, con toques que pueden recordar incluso al western, y que arrojan ideas muy interesantes desde el punto de vista escénico. Lo que he intentado en esta versión de «El caserío» es que la música siempre esté presente, incluso en las escenas habladas, que he querido que tengan también una cierta musicalidad y coreografía. La puesta en escena también refleja momentos de profundidad y solemnidad, porque ésas también son cualidades de nuestro folclore.
En cuanto a los protagonistas, se ajustan a una tipología vasca muy reconocible, casi arquetípica: ahí está la casera, que encarna el matriarcado; Santi, el dueño del caserío, que es además el alcalde de Arrigorri, que representa una autoridad de pater-familias; el joven héroe José Miguel que, con sus idas y venidas va construyendo una historia de tintes edípicos, madurando a lo largo de la obra; también el cura del pueblo, Don Leoncio... Son personajes muy entrañables, pero también muy reconocibles en nuestro mundo más cercano.
¿Ha introducido novedades destacables con respecto a otras puestas en escena tradicionales de «El caserío»?
El mayor cambio con respecto a montajes precedentes lo hemos introducido en el acto segundo. La acción de este acto tiene lugar en la plaza de esa aldea imaginaria de Bizkaia que es Arrigorri, y en él se hace referencia a un partido de pelota que sucede lejos de la vista del público. Nosotros hemos decidido dar un paso adelante y situar la acción directamente en un frontón, aprovechando todas sus posibilidades estéticas y simbólicas, pues en muchos de nuestros pueblos y villas el frontón funciona como un centro neurálgico de la vida social. Hemos adaptado toda la dramaturgia del acto segundo a la vida del frontón, aprovechándonos de la belleza del mundo de la pelota vasca.
Usted habla de tipologías en los personajes, pero «El caserío» es una historia creada hace más de 80 años y que refleja una sociedad muy diferente a la actual. ¿Se pueden hacer lecturas modernas sobre su historia?
Hay que señalar que la aldea de Arrigorri, donde el libreto original sitúa la acción, no existe. Es una aldea soñada, un lugar idílico, idealizado por Guridi y por los libretistas. Esta idealización se traduce en una cierta nostalgia y melancolía, de las que está empapada la música de Guridi. Yo pedí desde un primer momento al equipo artístico que todo en esta producción tuviera un halo romántico, un fuerte sentimiento de pertenencia a un lugar, porque eso sigue estando presente en nuestra sociedad. Y también un cierto idealismo, porque en nuestros trajes folclóricos, en nuestras danzas, hay un idealismo de líneas puras, de colores -el blanco de los trajes de los dantzaris-, que permanece y es eterno a través del folclore.
¿Es «El caserío» una zarzuela difícil de abordar escénicamente?
Es un reto, porque el argumento cuenta muchas peripecias complicadas: las idas y venidas de José Miguel, los conflictos internos del tío Santi, las soledades y anhelos de Ana Mari... Pero creo que es un argumento potente y muy sugerente para un director de escena. Es complejo, pero no complicado. Un reto, sí, pero muy apetecible, y especialmente para un bilbaino como yo.
El público de zarzuela es bien conocido por ser el más conservador entre todos los públicos. ¿Lo ha tenido muy presente a la hora de diseñar esta puesta en escena?
Siempre hay que tener en cuenta al público porque es el destinatario último de nuestro trabajo. Al final, lo único que importa es conseguir que el público se emocione, llore y ría con nosotros. El público va a encontrar en este «El caserío» todo aquello que esperaban y que ya han visto en producciones anteriores, pero también algo más. El mejor regalo para el público es ofrecerles algo de la máxima calidad, y es lo que hemos intentado de todo corazón.
Usted se formó como director de escena en la London Academy of Music. ¿Sigue siendo necesario irse fuera del Estado para formarse bien en esta disciplina?
Tuve la inmensa fortuna de ser aceptado en una escuela en Gran Bretaña, y es lo mejor que me pudo pasar en la vida. Londres es una ciudad con una gran tradición teatral, y poder aprender allí es un privilegio. Ahora bien, con esto no quiero decir que las escuelas del Estado y del País Vasco sean malas, especialmente desde que yo me fui la enseñanza teatral ha mejorado mucho aquí. Pero todas las personas que nos dedicamos al teatro esperamos con mucha ilusión ese Centro Superior de Arte Dramático del País Vasco que han prometido desde el Gobierno. Sería deseable que la gente no tuviera que irse fuera para poder estudiar en una buena escuela.
¿En qué lugar se posiciona usted en esa eterna polémica entra las puestas en escena innovadoras y las respetuosas con la concepción original del autor?
Como director de escena de producciones líricas, creo que la música está por encima de todo. Lo que hay que pretender es que lo que se ve ayude a escuchar la música. Que no la entorpezca, sino que la favorezca y la potencie. Pero también me interesan todas las posibilidades que ofrece el teatro para experimentar con el espacio y el tiempo, y por eso estoy a favor de los montajes modernos, de ir renovando la tradición. Cada vez que se hace un «Hamlet», u óperas como «Tosca», se ponen en escena de forma distinta. Nosotros también deberíamos perder el miedo a hacer producciones nuevas de nuestros títulos más tradicionales, porque el mejor regalo que podemos hacerles es abordarlos aprovechando hasta sus últimas consecuencias las posibilidades del teatro moderno.