La Ley de Prevención de Riesgos Laborales fue presentada en 1995 como la herramienta necesaria para que quien sale por la mañana de su casa rumbo a su lugar de trabajo sepa que va a volver sin que su empleo le haya costado la vida. Han pasado ya quince años. Quince años en los que, además, las tecnologías susceptibles de mejorar la seguridad han avanzado enormemente. Y, sin embargo, la sangría no se detiene, ni tampoco se alivia con datos como los ofrecidos esta semana por Osalan sobre la reducción de la siniestralidad en el pasado año.

En este contexto, este diario publicaba ayer recientes sentencias que condenan a cuatro empresas -AHV (hoy Ensidesa Capital), La Naval, Sidenor y CAF- por cinco muertes producidas por amianto, una lacra silenciosa que el año pasado provocó el fallecimiento de al menos 23 trabajadores en Euskal Herria según los datos de Asviamie. Y hoy informa de otra sanción a Bilbaina de Alquitranes por un cáncer contraído por un trabajador al operar con productos químicos sin la debida protección. Son condenas que evidentemente no suponen ningún alivio -no hay compensación económica que valga ante la muerte y la enfermedad-, y que tampoco prueban que las leyes funcionan, como alguien podría argumentar, sino justo lo contrario.

Si la norma fue definida en su propio título como una Ley de Prevención, estas sentencias dejan en evidencia su fracaso. Las condenas judiciales no sólo llegan muy al final de la cadena, en demasiadas ocasiones letal, sino que lo hacen siempre tras un periplo interminable por los juzgados, que provoca situaciones tan truculentas como la de que afectados por amianto hayan visto reconocida su enfermedad laboral después de haber perdido la vida. Solucionar esta situación pasa por incidir en la causa, en el inicio, y no por condenar el efecto, el final: extremar el control de las medidas de prevención, suprimir los ritmos cada vez más altos de trabajo, eliminar la precariedad laboral que abona todas estas situaciones, formar, concienciar...