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Jon Odriozola Periodista

Gastrosofia

Los restaurantes nacieron con el desarrollo del capitalismo. Y los primeros en París ya por 1760. Al principio, sólo vendían pequeños guisados de carne llamados «restaurants», cuyo propósito era «restaurar» la salud de las personas enfermas. Hoy les llamaríamos «dietas»

Antes que los frailes, estaban los cocineros. Y ahora los restauradores. Ché, me recibí de licenciado en gastronomía, cinco años de carrera, y ahora me estoy doctorando en gastrosofía o amor al buen condumio y mejor yantar, un nivel superior.

Hace dos semanas murió el chef catalán Santi Santamaría. Se hizo célebre por la publicación de un libro, «La cocina al desnudo», donde defendía la cocina tradicional versus la cocina alquímica. Decía no prestarse a hacer de la cocina «un espectáculo». La Generalitat lo minimizó y sus colegas no olvidaron tamaña afrenta. No hace mucho en ETB2 había un programa de cocina titulado, creo, «Cocina sin bobadas». No duró mucho. Hoy hay un cocinero, asaz orondo, que cocina a base de cazuelas y sin usar, apenas, el horno o la olla express y, lo que más se le agradece, no cuenta chistes machistas y soeces. Suelta «tacos» veniales y se despide con un ¡viva Rusia! Se ve que es un cachondo.

Hoy es difícil imaginar un mundo sin restaurantes. Nacieron con el desarrollo del capitalismo. Y los primeros en París ya por 1760. Al principio, sólo vendían pequeños guisados de carne llamados «restaurants», cuyo propósito era «restaurar» la salud de las personas enfermas. Hoy les llamaríamos «dietas» mediterráneas y otras florituras. Antes de eso, nadie salía a comer como hoy. Los aristócratas tenían sirvientes que cocinaban para ellos. Y el resto del personal, en su mayoría campesinos, comían en sus chamizos. Había posadas y ventorros para los viajeros donde las comidas estaban incluidas en el precio del cuarto, y el posadero y sus huéspedes se sentaban a papear en la misma mesa. También había proveedores que preparaban pitanzas para las bodas u ocasiones especiales, como los cattering hogaño. Las ciudades crecían en detrimento de los gremios y los antiguos cocineros de los aristócratas abrían sus propios negocios al servicio de una pujante burguesía con posibles o de quien los tuviera.

Y ahora una verídica historia socolor de increíble. Ignora el lector que hubo un tiempo en el que quien esto escribe cometió la estrafalaria locura de trabajar en lugar de dedicarse a la poesía. Repartía leche de vaca y oveja y productos hortofrutícolas en un bello pueblo guipuzcoano del interior. Incluso no lo hacía mal. Aprendí, tampoco era tan difícil. Solía dejar leche en las cocinas de grandes restaurantes y también en bares humildes para dar comidas a trabajadores. Puede decirse que me metí «hasta la cocina». Y allí ví el trabajo invisible (para el cliente) entre el personal asalariado en medio de fogones donde, según Teresa de Ávila, también pernocta Dios. Sobre todo, en los más modestos. Y, casi siempre, personal femenino.

En marzo de 2009 se funda el Basque Culinary Center, que un Real Decreto de octubre del mismo año subvenciona con siete millones de euros. Los socios fundadores son célebres gourmets vascos en las artes culinarias y cisorias. Se habla de «ciencias gastronómicas» cuyo objetivo es «generar conocimiento de alto nivel y formación de profesionales cualificados». Incluso en los restaurantes de alto standing enseñan al cliente, cómo cocinan lo que va a jamar, ¿no es maravilloso? Con su pan se lo coman.

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