GARA > Idatzia > Iritzia> Gaurkoa

Antonio Alvarez-Solís | Periodista

Los ciudadanos autoritarios

Los movimientos revolucionarios que acontecen en el mundo árabe -dudo si constituyen una revolución con toda su carga ideológica o una simple y radical protesta desesperada- han destapado súbitamente una realidad muy preocupante: la adhesión automática de muchos ciudadanos a los regímenes autoritarios occidentales. Esa adhesión, que de momento se traduce en un aumento de los beneficios de las grandes petroleras, se manifiesta en las constantes e implícitas alabanzas a la autodenominada democracia occidental, como si en esa democracia no se viviera una situación de sumisión perceptible y escandalosa a los poderes que gobiernan autocráticamente los estados de Occidente.

Una frase revela la verdad de lo que aquí señalo. La alta comisionada de la ONU para los derechos humanos, Sra. Navy Pillay, ha solicitado una inmediata intervención del organismo internacional ya que está «extremadamente alarmada porque mientras yo hablo se están perdiendo vidas». Y así es. Vidas inocentes, además, de gentes con existencias marcadas por las necesidades cotidianas, que hoy se enfrentan, ya hartas de sufrimientos, al abuso de sus gobernantes.

Pero me pregunto si acaso la Sra. Pillay tiene en cuenta eficazmente además de estas últimas masacres los millones de seres -entre ellos una aterradora cifra de niños y mujeres- que perecen trágicamente en países a los que Occidente ha abandonado por no significar nada para su economía o que explota con un rigor inhumano. En esos países cientos de miles de seres mueren en silencio mientras ella habla todos los días ¿Y por qué esos millones de seres que perecen en ese espeluznante silencio no suscitan la alarmada intervención de las Naciones Unidas?

En el fondo parece que a la Sra. Pillay le sucede lo que a tantos ciudadanos occidentales: que han adoptado el autoritarismo que les domina hasta hacerlo sustancia misma de su vida.

Son ciudadanos que han remodelado su espíritu hasta no captar la carencia de libertad en cuyo seno se desenvuelven. Su democracia colea insensible en un medio líquido que les impide la percepción del vasallaje en que sufren una injusticia tras otra y unas sucesivas agresiones a sus derechos innatos.

Esos ciudadanos se han convertido a un autoritarismo que todos los días les entrega, atados de pies y manos, a sevicias y abusos que solamente perciben cuando llegan a situaciones materialmente degradantes y extremas. Mientras esas situaciones no aprietan su torniquete los trabajadores occidentales, por ejemplo, ven en los actuales levantamientos árabes un clamor no justificado en el escenario en que ellos se desenvuelven. Se confortan así con su demacrada y exhausta democracia y finalizan por insensibilizarse al autoritarismo que les niega tantas cosas. Y de esta manera gentes impotentes sustancialmente ante los gobiernos que padecen finalizan por creerse con capacidad de gobierno para proteger las libertades de quienes habitan las tierras del llamado tercer mundo.

No hay más que leer los foros de participación en muchos periódicos occidentales para comprobar a dónde nos ha llevado el embotamiento intelectual y la destrucción de la función crítica ante nuestra empobrecida estructura de derechos y libertades.

Si tuviéramos un instrumento capaz de medir el autoritarismo llegaríamos a conclusiones muy irritantes respecto al sistema en que supervivimos tristemente. Por ejemplo, nos amotinaría el alma comprobar con que facilidad los poderosos del sistema manipulan la economía para convertir en pobreza el trabajo de la mayoría y traducirlo a riqueza de la minoría. Esta transformación de la vida común en dinero minoritario constituye una de las manipulaciones de más grosero e inmoral funcionamiento.

Pero qué decir de la justicia, una función que cae como una losa sobre la gente del común y que se convierte en melífluas consideraciones cuando afecta a los miembros de la élite social. O qué advertir sobre las consideradas libertades de individuos o de pueblos, puestas al servicio de los grandes designios facciosos que diseñan el mundo hora a hora mediante el empleo de la fuerza vestida con la solemne toga legal.

Un océano de literatura y de imágenes de todo tipo inunda los cerebros de las masas para suscitar en ellas el convencimiento de la igualdad ante la ley, la capacidad de soberanía popular, la majestad de los tribunales, la luz de las banderas y el sacrifico social de quienes desde las alturas deciden nuestra vida minuto tras minuto hasta convertirnos en ejecutores cotidianos del autoritarismo con que hoy se propone la liberación de la sangría que sufren los países árabes.

Uno de los mecanismos empleados para subordinarnos y convertirnos de porteadores de la propia sumisión consiste en manipular el lenguaje hasta convertirlo en un revoltijo de significados solamente navegable desde saberes tabulados como ciertos y pertenecientes a las minorías técnicas, tan finamente fabricadas desde los poderes. Dejarnos sin lengua propia ha constituido uno de los más feroces atentados a la libertad. Hablamos todos un lenguaje globalizado cuyo diccionario de significados está en poder de quienes han arrebatado a la calle la capacidad de comunicación.

Quizá por ello, y en la carrera que se ha de emprender para conseguir la libertad, resulta excelente que cada pueblo recupere el lenguaje que históricamente le es más propio y en cuyo marco sustancias como la libertad, la igualdad, la paz, la solidaridad y otros grandes conceptos esenciales tienen un valor antropológicamente vitalizador. Esos lenguajes, que hoy son condenados como primitivos ante la necesidad de construir estructuras fuertes y universales, nos devuelven a nosotros mismos y nos obligan a entender con nitidez lo que queremos decir con los términos que resulten revolucionarios.

Al fin y al cabo, la revolución suele ser, más que otra cosa, un intento de reencuentro con lo que de fundamental habita en la memoria profunda.

Si uno pudiera echar mano de Platón, sin que nos avergonzaran las carcajadas de los simples profesores de filosofías posmodernas, quizá resultara más fácil explicar todo esto que apuntamos. Echar mano de Platón o, situados más acá, de gentes indignadamente justas como Marx y de quienes bebieron tan honradamente en el chorro de su fuente. Pero ¿quién se atreve a ello ante el festival de afirmaciones autoritarias que manan de una parte de la población complacida en el sistema que la hace malvivir satisfecha de su mala existencia?

Todo esto que dejo escrito me lleva a preguntarme si lo que está sucediendo en los países árabes es una revolución o simplemente una profunda revuelta. La revolución equivale a una alternativa radical del marco ideológico. Por ello me pregunto si el recurso al Ejército como sostén de la insurgencia no será un indicativo antirrevolucionario.

Cuando se produjo la Revolución de Octubre en la Unión Soviética no se contó con el ejército sino con los soldados, que es alianza muy distinta por parte de los ciudadanos.

El Ejército es el mando, la cúpula, que forma parte de la minoría opresora. El Ejército siempre está de acuerdo con lo más duro del poder constituído.

No sé si en Egipto y en Túnez o los estados del medio oriente ahora en problemas el Ejército administrará la herencia del sistema. Creo que sí. A la gente se le dará acceso a una fiesta que siempre tiene su horario de cierre. No es malo, empero, que se haya probado la capacidad del músculo popular. Ello desvela que el volcán entra en erupción para vomitar un nuevo mundo.

Pero de momento lo único seguro es que el petróleo ha subido rápidamente en pro de unas minorías que necesitaban un tratamiento de choque.

Imprimatu 
Gehitu artikuloa: Delicious Zabaldu
Igo