Sobran las amenazas y falta responsabilidad
La situación de Libia es cada vez más incierta, y ni las partes enfrentadas en el país norteafricano ni los agentes externos que tienen sus propios intereses en la zona han hecho mucho para calmarla. Al contrario, puede decirse que todos los actores en liza, que son más que el Gobierno de Muamar al-Gadafi y los «rebeldes», han prendido una mecha que puede detonar una bomba de consecuencias imprevisibles.
A nadie se le escapa que la resolución adoptada por el Consejo de Seguridad de la ONU no tiene motivación «humanitaria», sino objetivos político-militares y estratégicos sobre un país rico en recursos energéticos y en una posición geográfica determinante para los intereses occidentales. Los países que han promovido la resolución, sobre todo Gran Bretaña y el Estado francés, que han dejado a EEUU en un cómodo segundo plano, apostaron de inicio por el derrocamiento del coronel libio, legitimaron a sus opositores y, cuando la derrota de éstos era cierta, han alentado abiertamente la intervención militar. Sin embargo, experiencias recientes como la iraquí o la afgana nos recuerdan que este tipo de aventuras bélicas se sabe cómo empiezan, pero no cómo acaban. La «protección del pueblo libio» que esgrimió ayer Rodríguez Zapatero no tiene nada que ver en esta historia, como demuestra la nula respuesta a la represión gubermanental en Yemen o Bahrein.
En Libia, pese al anuncio del Ejecutivo de que acatará la resolución de la ONU, que no ha frenado la maquinaria militar de la OTAN, lo cierto es que ambas partes, salvando la distancia que las separa en armamento y formación, han priorizado sus expectativas, más o menos fundadas o promovidas desde el exterior, de derrotar al contrario sobre la posibilidad de buscar una salida aceptable para la compleja sociedad de un país históricamente dividido en tribus y grupos de presión. Sólo cambiando esa mentalidad y haciendo un ejercicio de responsabilidad podrá evitarse una guerra que desangre definitivamente Libia y a sus ciudadanos.