Mientras las potencias occidentales muestran con los hechos que el argumento esgrimido para acometer un ataque militar contra Libia, preservar la integridad de la población civil, es sólo la excusa con la que vestir de legalidad internacional un intento de derrocar o al menos cercar al régimen de Muamar al-Gadafi, el mundo árabe demuestra por su parte que las revueltas populares no siguen la agenda política ni mediática occidental.

Con todos los focos fijados de forma intencionada entre Trípoli y Bengasi, donde a los muertos causados por los contendientes de la guerra civil libia se suman ahora los originados por los misiles «aliados» -¿volveremos a oír hablar de «víctimas colaterales»?-, la secuencia de acontecimientos situaba ayer la noticia a miles de kilómetros al sudeste, en Yemen, donde la represión ejercida por Ali Abdalah Saleh impulsaba a decenas de militares, entre ellos importantes mandos, como el hermanastro del presidente, el general Mohamed Ali Mohsen, a expresar su rechazo al Gobierno y su respaldo a las demandas de los manifestantes.

Además, en los últimos días han dimitido tres ministros y diecisiete diputados y responsables gubernamentales. Saleh, sin embargo, insiste en afirmar que el pueblo está con él, de modo que todo parece indicar que el desenlace de esta nueva crisis dependerá de la posición que adopte la mayoría del Ejército. Si éste, tal como parece, se mantiene fiel al presidente y ahoga violentamente las protestas, el número de víctimas podría multiplicarse en los próximos días. En ese caso, y aunque París, después del papel que jugó en Túnez, ya se ha posicionado por la salida del presidente, y la UE ha rechazado la represión, está por ver si la comunidad internacional interviene igual que contra Gadafi «en defensa de la población civil» o deja hacer a un Gobierno amigo como es el yemení, del mismo modo que sucede con Bahrein, aliado estratégico de EEUU.