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CRLOS GIL | Analista cultural

Eco

No hace falta gritar al borde de ningún valle para que el eco te devuelva las palabras en escalas de colores. Si hablas con sordina por tu teléfono mágico, se disparan las grabadoras del parnaso. Algunas propuestas artísticas actuales son el eco de un ruido que una vez fue una idea que se dibujó en una pared sobre la que los rayos del sol reflejaron la mueca de un silbido que despertó a una ninfa que dio una vuelta sobre sí misma.

Nunca los poetas tuvieron tanta reverberación. Los nativos prefieren los cristalitos saltarines a las épicas pastorales.

Como un tornado provocado en una maqueta, se abren debates sobre la libertad de creación. En un vaso de agua se puede reproducir la fuerza de un tsunami si colocas las proporciones adecuadas de aguardiente y versos congelados. Agitas el combinado mientras escuchas al hamletiano saxo de John Coltrane, lo sorbes y puedes bailar sin prejuicios. Tienes el derecho a considerar esa expresión espontánea una obra de arte. Hasta a creer que es un patrimonio de la humanidad. El que te mira, puede aplaudir, darse la vuelta y pedir otra ronda o simplemente ignorarte.

Si todo vale, nada tiene valor. ¿Quién ordena alguna tabla de valoración de las obras de arte? ¿El mercado, la academia, el entramado administrativo, la crítica, el público? No hay respuesta inocente. La autoridad competente no conoce sus competencias. La publicidad y el marketing forman una opinión no contrastada. La moda es un disfraz del poder económico. Tendremos que seguir escuchando el eco desfasado de los cánones arbitrarios.

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