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Antonio Alvarez-Solís Periodista

La turbia primavera árabe

Ante los nubarrones de la llamada primavera árabe, el autor clarifica el panorama y sitúa a las naciones árabes ante una triple posibilidad: apoyar lo que queda de las viejas estructuras, entregarse a un nuevo abandono «trufado de desencanto» o buscar la salida en un islamismo que garantice «como sea» la paz interna. Apunta al control del Mediterráneo y la batalla entre potencias mundiales como posibles respuestas aunque, reconoce, se han «perdido las llaves».

Poco a poco van apareciendo algunas claridades entre los nubarrones de la llamada primavera árabe, aunque sigue oculta la estructura profunda de los movimientos que se han producido con una simultaneidad espectacular. A este respecto cabe preguntarse si hay una sola armazón que sostenga todos estos disturbios o estamos ante una serie de variadas motivaciones por parte del gran gestor occidental, afectado ya por grietas y contradicciones visibles e importantes. No es lo mismo el impacto de la primavera árabe en Oriente Medio, asunto que afecta directa y urgentemente a Estados Unidos e Israel, que la revuelta en el norte africano, que impacta primordialmente en la inestable Unión Europea, con su renacida y contradictoria voluntad neocolonialista por parte de Francia o Italia, vigiladas estrechamente por Alemania.

Hay, quizá, una serie de objetivos comunes en toda esta conmoción, por ejemplo el control terminante del petróleo y la explotación de otras materias primas, hasta ahora asegurada a cencerros tapados por algunos dictadores depuestos o en proceso de serlo; pero incluso este asunto divide entre si, por el variado modo de abordarlo, a los estados de la cuenca mediterránea al mismo tiempo que los convierte en suspicaces frente a una Norteamérica que era la potencia indiscutible hasta el momento y que hoy muestra notables signos de fragilidad interna. Incluso la larga mano de Estados Unidos en el marco europeo, Inglaterra, está confusamente situada en el tablero de Europa. La primavera árabe -bautizada así con la simple, pero eficaz retórica pseudo progresista dominante hasta la hora presente- se ha convertido en un pandemónium que ha situado renovadamente en escena incluso las viejas turbulencias tribales, a las que trata de dar unidad y consistencia un islamismo cada vez más activo y poderoso y que aparece como la arquitectura más adecuada para dotar de sentido a la vida cotidiana de los pueblos árabes, hoy desencantados de los prometidos y fingidos frutos de la democracia occidental.

La sangre vertida por las agresiones occidentales, azuzadas por una urgencia escandalosa, y la desordenada y apremiante explotación de las tierras ocupadas ha hecho que la imagen de desarrollo que prometían estas acometidas de Occidente se haya quebrado como en un espejo roto. Esta parece ser la situación verdadera del fenomenal y criminal enredo.

Frente a este panorama, las naciones árabes y norteafricanas se ven situadas ante una triple posibilidad: apoyar lo que queda de las viejas estructuras de poder, entregarse a un nuevo abandono trufado de desencanto o buscar la salida en un islamismo que garantice como sea la paz interna cotidiana. La tragedia la ha servido un Occidente que en la hora corriente no puede garantizar siquiera su propio futuro por fallarle finalmente los cimientos económicos y sociales de su cultura capitalista.

La descomposición que supone en términos sociales la anárquica y descoyuntada «primavera árabe», disuelta en un confuso mar de revueltas, alcanza, como ya hemos indicado antes, al mismo seno europeo, hoy entregado a unas manipulaciones económicas y estructurales que niegan el principio dogmático del mercado como columna vertebral de la concepción burguesa de la existencia, mientras quienes practican esas manipulaciones supuestamente liberales se refugian paradojalmente en un estatalismo corrompido por las minorías financieras. En resumen, ni mercado libre, ni economía dinámica, ni crecimiento orgánico, ni democracia creadora... Occidente se desenvuelve en fase funeral, de cuya realidad quiere huir restableciendo un colonialismo tardío y conflictivo que le reinstale en las épocas de su grandeza. Un neocolonialismo que, contrariamente a su pretensión, apresura su descomposición y carcome sus energías. Y ahora analicemos puntualmente el papel que pretenden protagonizar los principales actores de esta tragedia.

Respecto a los sucesos bélicos en torno al Mediterráneo hay algo que parece claro, sobre todo en lo que respecta a Libia: que Francia trata de expulsar a Italia de su viejo papel en las tierras libias y que Inglaterra entra en conflicto con ambos países mediterráneos por el dominio de la producción petrolífera del Estado de Trípoli. La llamada Conferencia del Mediterráneo, cuya conflictiva prospección inicial se endosó aviesamente a España hasta ver sus posibilidades, no tiene porvenir alguno. El Mediterráneo se ha convertido en una de las zonas más delicadas en el juego estratégico internacional. Una de sus funciones relevantes es nada menos que servir de freno al avance tumultuoso de las masas africanas sobre el continente europeo, que siente ya el impacto desestabilizador de esas masas. Las inmigraciones africanas, que adoptan un perfil de invasión abierta y a cualquier precio, han puesto en cuestión los duros nacionalismos europeos, como prueban las notables reacciones electorales de estos radicales ultraísmos. El Mediterráneo está siendo desbordado por el África que no se resigna a morir miserablemente. También en este punto ha surgido un áspero conflicto entre Italia y Francia.

En cuanto a las constantes maniobras estadounidenses para desequilibrar a estados como Siria e Irán, a fin de no perder zonas como Irak y Afganistán, sometidas con tanto esfuerzo y desgaste político, han producido un contagio conflictivo y no deseado por Washington en Yemen, los Emiratos Árabes u otros estados que hasta ahora mantenían en sujeción a Norteamérica monarquías autoritarias como las de Arabia o Jordania. Oriente Medio se ha convertido en un avispero cuyos beneficios económicos perseguidos mediante la invasión armada han dejado de ser tan fáciles como se había proyectado y están siendo superados por el gasto militar y el desgaste político que conllevan.

Están claros los repetidos errores cometidos por europeos y estadounidenses a lo largo de los últimos años, que han situado además a Occidente frente al surgimiento de potencias adversarias como China o en resurgimiento como Rusia. Ante este hecho Norteamérica ha implicado a la Europa granoccidental en una política de cerco a ambas potencias que no está dando resultado alguno sostenible, ya que las principales potencias europeas precisan de la colaboración económica y política con esas potencias emergentes o resucitadas si no quieren arruinar de raíz sus ya difíciles posibilidades de mercado. La colosal confusión que todo ello apareja multiplica las áreas de conflicto y agudiza los grandes movimientos étnicos lo que inutiliza en gran medida la explotación de las naciones deprimidas, cuyo control interno es cada vez más costoso y menos rentable.

Lo único que cabe considerar ante tanto desconcierto es si estas conmociones son fruto de unos errores reparables o de unos abusos corregibles o si, por el contrario, dimanan de las contradicciones internas e insalvables de un capitalismo que ha perdido ya su capacidad de creación y de expansión y está derrumbándose bajo su propio peso e imposibilidad de expansión social. En definitiva, si estamos ante un panorama de incompetencia transitoria dimanado de la práctica de artes abusivas o se trata de la pérdida esencial de la capacidad de multiplicarse de acuerdo con las directrices de la burguesía que dominó los últimos doscientos cincuenta años ¿Es posible retornar al colonialismo prepotente y sin mayores riesgos que enriquezca las metrópolis? ¿Es factible una explotación al estilo de los siglos XVIII, XIX y parte del XX? Las preguntas parecen simples, pero no lo son, ni mucho menos, las respuestas. Se han perdido las llaves.

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