Antonio Alvarez Solís | Periodista
La sensatez en la victoria
La decisión del Tribunal Constitucional de permitir a Bildu concurrir a las elecciones debe ser administrada con «mesura» a juicio de Antonio Álvarez Solís, quien recuerda que «la gran batalla» está aún por librar, la batalla que debe llevar a Euskal Herria a su libertad como nación. Avisa de que muchos quieren que «la guerra se perpetúe», aunque destaca, asimismo, que lo que se está viviendo en las calles vascas es estimulante para los vascos y para quienes «se miran en el espejo vasco».
Parece de evidencia histórica que cada victoria fructifica regándola con la sensatez. Para los soberanistas vascos ha llegado, por tanto, la hora de la mesurada administración de la sentencia dictada por el Tribunal Constitucional de España. Mesura acompañada de la honesta y decidida energía; pero mesura. No debe olvidarse que la Ley de Partidos ha sido reforzada con esa invención satánica de la ilegalización sobrevenida y que tras esa adenda están parapetados dos partidos, uno de los cuales, el Popular, gruñirá sus amenazas en todo momento, y que el otro, el Socialista, buscará ocasiones para arrebatar de las manos vascas tanto la victoria forense obtenida como la que van a lograr seguramente las candidaturas de Bildu en los próximos comicios de carácter local. Los «populares» rugirán sin mayor argumentación y el Sr. Rubalcaba buscará ardorosamente un motivo, «al amparo de la ley», para justificar el retorno de los soberanistas vascos a la caverna tras haber lucido su artificiosa postura de liberal.
Hay, pues, que estudiar la forma más adecuada de esa sensatez. Ante todo ¿significa esa sensatez debilidad? Lo niego. Creo que la sensatez es propia del vencedor, que no del derrotado por su propia y absurda furia. ¿Significa falsedad? También lo niego. Las elecciones que van a celebrarse, con Bildu en el lugar que le corresponde, son para dotar de gobierno a los ayuntamientos y otras corporaciones locales. Son, pues, una invitación a la sana y adecuada administración por la nación vasca de esas entidades que razonablemente han de estar en sus manos ya que nadie conoce mejor el orden adecuado para su casa que aquellos que la han recibido en herencia histórica.
Una administración, además, de valor probatorio para quienes han de aspirar luego a la dirección suprema del país. Gobernar con eficacia y sin corrupción los ayuntamientos, digamos ante todo, significa convalidar la confianza que se solicita por los nacionalistas y orienta acerca de lo que se hará cuando se tenga la sede en Lakua. Gobernar con equilibrio y sin demostraciones extremosas equivale a decirle a España que Euskadi y Nafarroa, como la expresión de Euskal Herria, saben manejar su propia vida sin necesidad alguna de constituir un protectorado. Esta demostración servirá asimismo de lenguaje para hablar al alma de los vascos que, por razones muy diversas, entre ellas la de su frágil vasquidad, tratan de ventilar el ambiente con el aire que sopla desde la lejanía.
La gran batalla está por librar: la batalla de la libertad como nación, de la democracia propia como culmen de la soberanía popular. Y llegar a la cresta de ese «ocho mil» precisa de grandes cantidades de oxígeno perfectamente empleado. Euskadi y Nafarroa siguen emplazadas a la total liberación de sí mismas, por lo que la batalla ganada hoy por Bildu y la coalición es la primera piedra sólida que se pone para habilitar en las mejores condiciones la pista de despegue. Ahora bien, en el camino democrático que ahora habrán de recorrer hora tras hora, con trabajo grave, esos ciudadanos que han pasado la prueba de fuego del Tribunal Constitucional han sido dispuestas peligrosas emboscadas para que el pie tropiece y la vieja dominación pueda restablecerse a la sombra del enredo. Muchos querrán que la guerra se perpetúe.
La primera de esas emboscadas ya funciona y consiste en exigir cada día que los soberanistas deben pedir a ETA que desaparezca como prueba verdadera de su política de paz, cuando la cuestión de ETA es una cuestión del poder del Estado español, ya que la coalición ahora autorizada para acudir a las urnas ha proclamado hasta la saciedad su postura de hacer de la política desarmada su mejor arma. Ante el rechazo expresado de todas las violencias parece un artificio pequeño y miserable demandar nuevas y absurdas exigencias puntuales. Proclamarse en paz, libertad y democracia, después de todo lo que ha pasado, parece que razonablemente debería bastar a quienes, ejerciendo secularmente de oscuros y sospechosos defensores de la fe democrática, no sé si podrían hacer por su parte esta proclamación de inocencia pacífica.
Desde luego el seguimiento de la calle a la coalición ahora a salvo para las elecciones ha de permanecer activo y creador, sin ceder a la fatiga ni dudar un solo momento de la victoria conseguida. Mas ese seguimiento cabe concebirlo como un gran ejercicio de madurez en la expresión de sus manifestaciones sustanciales o formales. Euskadi y Nafarroa van a reforzar su carácter de referencia respecto a otros pueblos en su situación. La cuestión vasca no constituye sólo un problema de libertad nacional concreta sino que afecta a todo pensamiento sobre la restauración de la libertad y la justicia, esas dos sustancias ideales que ahora están cubiertas por los cascotes de un gran derribo moral. La vigilancia, aliada a la energía, sobre lo que se haga y cómo se haga parece que ha de ser rigurosa y constante. Lo que está viviendo la calle vasca es singularmente estimulante para los vascos y para quienes se miran en el espejo vasco. Yo espero que las aguas españolas se pacifiquen ante esta razonadora voluntad de hierro que solamente pretende la paz y la libertad. Desde ahora son los integristas españoles los que quedan citados para la concordia. Ellos juzgarán si es razonable que la rechacen. De ese juicio dependerá que España entre en el camino de una modernidad política, camino tantas veces perdido, o insista en una visión turbadora del mundo entorno.
El desafío que suponen las amenazas desde Madrid ha de juzgarse sin enconos desde la orilla vasca. Se trata ahora, creo, de administrar sabiamente lo conquistado tras otra batalla que empezó esta vez con la transición. Los vascos reaccionaron inmediatamente contra el artificio de un tránsito que no hacía sino prolongar el régimen dictatorial. Por ello fueron víctimas propiciatorias de una respuesta crecientemente brutal. Ahora acaba de abrirse una grieta esperanzadora en el muro. Desde las corporaciones locales, accesibles ya a la coalición soberanista, puede ponerse en marcha la primera política auténticamente vasca que sirva de llave para abrir la puerta grande del país. Euskal Herria constituye un conjunto poderoso de esfuerzos grupales. Euskal Herria es horizontal, esa dimensión que se ha perdido en una gran parte de lo que dice ser el mundo democrático. Lo único atractivamente vertical en la tierra euskaldun es su orografía.
En cada ayuntamiento vasco se ha reproducido tradicionalmente, como ocurre con el hielo, la estructura molecular de la total alma vasca: todo es común en la satisfactoria manifestación individual de cada cosa. El resultado nos lleva a creer que gobernar los ayuntamientos es gobernar Euskadi.
Ahora empieza la parte más complicada del viaje hacia la soberanía. Quizá sea cierto que el Tribunal Constitucional, por medio de sus vasos comunicantes con el poder de Madrid, haya entendido que negar a muchos vascos su derecho a la ciudadanía política supondría una nueva e insoportable estupefacción en Europa, pero esto no es óbice para que los vascos, los de muchas familias diferenciadas, como me decía un notable periodista bilbaino, estén celebrando el triunfo común en la calle, tenga el triunfo cimientos de razón o meramente de conveniencia política. El hecho es que se ha hecho carne el viejo cuplé: «Vinieron los sarracenos/ y nos molieron a palos,/ que Dios protege a los malos/ cuando son más que los buenos». Pues hoy han triunfado los buenos, que no van a emplear los palos como respuesta sino la vieja Razón. Si todo sucede así bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento. Que uno va de milagro.