Dabid LAZKANOITURBURU | Periodista
Sacrificio de Bin Laden en el altar afgano
Aestas alturas, y más allá de la confusión generada por las contradictorias versiones en torno a la muerte de Bin Laden, hay una cosa clara: EEUU conocía desde hace años el paradero de su enemigo número uno y su escasa, o nula, relevancia a efectos de liderazgo real sobre Al-Qaeda.
Pese a todo, decidió matarlo de forma sumarísima y hacerlo desaparecer. Justo en este momento. No en otro.
Junto al cómo y al cuándo, otro elemento importante y que arroja luz sobre la cuestión es el dónde. Y ahí entra en juego Pakistán.
Creer que los todopoderosos servicios secretos paquistaníes desconocían que el saudí se desayunaba todos los días a unos metros de sus narices resulta de una ingenuidad sólo comparable a la que denotan los que todavía suspiran por el nunca confesado pacifismo de Obama.
Pakistán accedió a sacrificar a un Bin Laden ya inservible para sus intereses. Y Obama decidió apuntalar su discutida condición de comandante en jefe de un imperio herido en su orgullo desde el 11-S. Pero pretender que sólo la simple venganza o los cálculos electorales de la Casa Blanca hayan movido a este sin duda denunciable acto -ejecución extrajudicial pura y dura- supone minusvalorar al presidente de EEUU, sin duda mejor estratega que Nobel de la Paz.
Y ello nos remite al por qué, que a su vez nos lleva directamente al escenario afgano, teatro de una guerra sin solución de la que Obama quiere huir como de la peste.
EEUU ya tiene su trofeo de guerra y podrá abandonar con la cabeza menos encorvada el cenagal afgano, otro de los tres regalos envenenados -junto con Irak y la crisis económica- que le dejó en herencia su antecesor Bush.