Elena Martínez Rubio | Doctora en Filosofía
Jactaos vosotros
«Mujer, poeta y suicida: frecuente combinación», afirma la autora que hace un recorrido entre quienes eligieron ese destino. Advierte que aunque estos hechos no supongan «atractivo o fascinación añadida», sí tienen elementos en común, «la grosería de un baile de máscaras» donde no se las reconoce ni aprecia, reveses afectivos que toman un peso desmesurado, «un corazón ya rendido». Comenta aspectos de la vida y muerte de poetas como Inge Müller,Tsvietáyeva, Alfonsina Storni, Violeta Parra o Anne Sexton, y concluye subrayando que todas «dejaron conscientemente de lado al hombre y su nombre».
La caída del uno, suele ser escalón del que se sirve el otro en su ascenso», afirma Herta Müller en un ensayo sobre la escritora berlinesa Inge Müller. Y con «el otro» se refiere aquí, sin duda, especialmente al marido trepador, o siquiera vividor y sobrevividor de aquélla. Dicho de otra manera, cuando el uno abdica o renuncia, el otro saca provecho. La bofetada que no se da puede ser, por desgracia, la que se recibe.
A Inge Müller, nacida en 1925, le tocó vivir el nazismo, incluso el frente, pues fue movilizada y uniformada para la «victoria final» en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, junto a otras mujeres y niños-soldado. Padeció asimismo la angustia de los bombardeos, quedando tres días atrapada con un perro bajo los escombros. Ella misma tuvo que sacar a sus padres muertos de entre las ruinas. Tras la guerra, sufrió el control del partido único en la Alemania comunista, del que fue alejándose según se asentaban las consignas congeladas, la ideología fósil, la palabrería, los arribistas.
Inge Müller escribió sobre todo poesía, sin apenas llegar a publicarla durante su vida, y libros infantiles. El resto de su trabajo fue absorbido por su marido. Escritor de obras de teatro, supo arreglárselas mejor con la realidad, y protagonizar autoría y fama de las obras escritas entre los dos. El reconocimiento de la participación de ella fue entonces mínimo, insuficiente. Lo que había empezado como una empresa productiva común, terminó por convertirse en una relación destructiva. Es una vieja historia. Inge Müller fue dándose una y otra vez contra un muro de un material ancestralmente duro, bien conservado por esa sociedad de hombres que, al mismo tiempo que se hacen la guerra, se sustentan mutuamente en el mantenimiento de su estatus.
Así se vio, paso a paso, reducida a hacer de anfitriona que recibe a la cuadrilla de amigos intelectuales del marido, quienes no escuchan jamás las opiniones de la mujer de la casa, o las temen y evitan. Por los demás, las visitas masculinas estaban más interesadas en hacer abstracciones sobre la humanidad, que en ocuparse de casos particulares y cercanos. Inge Müller sintió, con cada vez mayor desazón, que todo otro tipo de movimientos suyos eran censurados sutilmente, ninguneados, tanto en lo más privado como en lo social. Y siguió llevando adelante su peculiar pelea vital sin armadura, hasta agotarse.
Finalmente, optó por arrinconarse en su habitación, tocar el acordeón y escribir nada más para sí misma. «Morir es que no te pregunten nunca», se queja en un verso. Su suicidio a los cuarenta y un años tampoco sería admitido en aquel «optimista» mundo sin clases ni tragedias individuales, sino silenciado, olvidado. Por ello, las compilaciones y ediciones de su excelente obra poética no comenzaron hasta muchos años más tarde.
Mujer, poeta y suicida: frecuente combinación. Que este hecho no suponga atractivo o fascinación añadidos. Que no se haga de él una tradición mencionando a Safo. Generalizar sobre las causas sería complejo. Innecesario, por otra parte. Haríamos caricaturas, queriendo dar con la perfecta explicación. Mas a pesar de que las circunstancias personales, económicas o políticas son muy diferentes, lo que todas ellas parecen compartir es la experiencia de un abuso. ¿Qué abuso? El que va de la cuna a la tumba en la sociedad patriarcal. El que se sobreentiende, no se ve, no se huele, no se oye. Han crecido con él, no pueden quitárselo de encima. «Si la muerte te toma y se mete contigo, un hombre. Pero si te das muerte a tí misma, es una mujer», cuenta Anne Sexton a una amiga en una carta.
Tienen además en común una imaginación y creatividad que no se dejan engañar ni amortiguar. Y unos ojos sagaces que ven mucho, que ven demasiado. No quieren o no saben mirar hacia otro lado. ¿Qué ven? La grosería del baile de máscaras. Y se niegan a participar, aun presintiendo que no ser lo previsto o esperado, puede significar dejar de ser. Que no se las reconozca ni aprecie, ni en casa ni en la calle.
Mientras viven, el duelo, el desencanto, son casi continuados, regresan sin cesar. Aunque batan al hombre-lobo en la montaña, dentro queda su huella imborrable. Llora y llora la lluvia sobre el valle. No hay analgesia contra su verdad, ni reparación del daño. Tampoco hay separación entre lo que viven y lo que escriben, pues se niegan a entender la experiencia -la propia o la ajena- únicamente como puro material para su obra. La exigencia moral y sentimental es tan grande, que son incapaces de plantear estrategias, de imponerse límites y protegerse por medio de ellos. Tan lejos están de ser oportunistas, que hasta la oportunidad se les hace sospechosa.
A veces también esperan. El mar siempre acierta: tendidas en la orilla ¿qué ola las arrastrará? Y el mar que desean pasa de largo. Poco a poco el interior se seca. Los reveses afectivos toman un peso desmesurado. Bruscamente, una galerna. Igual que mástiles azuzados por el viento, todavía los pensamientos chocan y combaten entre sí. Sin embargo, el corazón ya se ha rendido. En tal caso no aceptarán seguir viviendo. ¡Qué degradación vivir con ese órgano desaparecido!
Yluego viene la preparación de la muerte, que a menudo precisará más de un intento. Lo dice otra poeta, Marina Tsvietáyeva, en su diario: «La muerte es terrorífica sólo para el cuerpo. El alma no la piensa. En el suicidio el cuerpo es el único héroe». O bien: «Vivir es heroísmo del alma, como morir lo es del cuerpo».
La cuerda que un amigo prestó para atar las maletas será utilizada por Marina Tsvietáyeva para ahorcarse. Alfonsina Storni se lanzará al agua desde el rompeolas del Club Argentino de Mujeres. Violeta Parra se pegará un tiro en su carpa fracasada. Anne Sexton vestirá el abrigo de su madre, dentro del coche parado, con el motor encendido, al que se subirá para su último viaje... Simbolismos, tal vez.
Inge Müller (como Sylvia Plath tres años antes) se suicidó con el gas de la cocina. Su marido describió en un escrito de aspereza atemorizante, cómo se la encontró muerta en el suelo. Afirmó después no haber querido ocultar lo que sintió en aquel momento, por cruel que fuera. Precisamente ahora -tarde- búsqueda de la veracidad. Pero sólo como ejercicio literario. No obstante, mediante este ejercicio se retrata a sí mismo. Nos indica con claridad su posición, desapegada, en la vivienda compartida. Aunque mejor dejemos, por una vez, conscientemente de lado al hombre y su nombre...
«Escribí e inscribí sin pausa/ el verdor en la hierba/ mi llanto/ no mojó la tierra/ mi risa/ no despertó a ningún muerto/ yo me metí en la piel de todos./ Ya no volveré a gritar./ ¡Que no me asfixie de tanto callar!», escribió desesperada Inge Müller.
Y con todo: «Algún día vendrá/ será nuestro enviado/ ese ser humano que/ hemos imaginado./ Jactaos vosotros/ los que hoy/ nos estampáis contra el asfalto».