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Antonio Alvarez-Solís Periodista

La unidad de los demócratas

Como ciudadano que tiene una larga experiencia emocional de la democracia, precisamente por haber vivido cuarenta años sin ella -la democracia sentida como ausencia-, no deja de sorprenderme la pertinacia con que una serie de políticos habilitados para ejercerla libremente la niegan a los demás. De entrada colijo de tal negación que la democracia no les reclama como fuerza esencial e íntima, pues de requerirles como principio vital se apresurarían a enriquecerla con toda suerte de asistencias a fin de conseguir una práctica democrática amplia y fuerte. Dejar a cualquiera fuera de la acción democrática constituye una muestra de autoritarismo propio del fascismo y otros comportamientos autocráticos por el estilo que reducen la política al debate corporativo de unos concretos y limitados intereses elaborados y reelaborados en un molde prefigurado.

No se puede hablar de la ciudad democrática -podríamos referirnos al llegar aquí, metafóricamente, a algo parecido a la Ciudad de Dios o cualquier otro utopismo- cuando una serie de personas viven en el suburbio de la libertad sin otra ocupación que aportar su enrarecida existencia a una realidad que les es ajena y respecto a la cual no poseen más derechos y obligaciones, si puede hablarse de derechos, que el sufrimiento, casi siempre materialmente productivo para quienes ocupan o participan del poder.

Toda esta reflexión ha de hacerse, si queremos ser leales a nuestra propia vida, cada vez que los definidores hablan con discurso mendaz de cosas como «la unidad de los demócratas», que se refiere precisamente a una voluntad de exclusión selectiva de la democracia. Se trata de una unidad belicista frente a la ciudadanía que es privada por ellos de toda expresión democrática. Verdaderamente la «unidad de los demócratas» solamente acontece cuando todos, absolutamente todos, los ciudadanos son medidos con el metro de iridio de la libertad.

Numerar a la gente con otros medios es cometer un delito soberano contra la razón. Ese delito puede calificarse como crimen pues atenta a la integridad social y produce muchas veces mortales consecuencias. Debiera situarse en el código penal como un delito más, y muy grave, contra las personas.

Alegar por los necios impostores que a la democracia hay que defenderla de los antidemócratas con previedades insidiosas es una elemental y rechazable petición de principio. Todo el que se somete al juicio electoral de los ciudadanos es demócrata por definición. Si luego, en el curso de la acción política, atenta contra la democracia con hechos palpables -como hicieron Hitler y sus corifeos- incurrirá en un crimen personalizado que debiera ser juzgado por tribunales populares, la única justicia que parece apropiada para tales actos. Pero ¿creen los que conforman la «unidad de los demócratas» en los posibles tribunales del pueblo que habrían de actuar ante los atentados a la libertad de pensamiento y de acción? Decididamente les producen un espanto sin límites. La «unidad de los demócratas» ha sido pensada para reducir toda verdadera manifestación popular a un marco de cartón piedra.

No parece desmedida la creencia de que las legislaciones actuales están ideadas para reducir a la inanidad toda iniciativa que, nacida en la calle, pretenda la verdadera educación democrática. Es más, el equilibrio social y la mesura en las relaciones públicas que habrán de reedificar el mundo deberán pasar por habilitar una democracia de contenidos totales, incluso con el riesgo de ciertas conmociones en los movimientos iniciales del nuevo sistema popular.

El pueblo es un organismo que solamente vive merced a su total capacidad de autosuficiencia. Por ello, la democracia significa una constante y arriesgada posibilidad de realidad, no un catecismo, visado por el «imprimatur», para recibir la confirmación de los poderes.

En tiempos fundacionales los socialistas creían en este tipo de democracia, aunque pronto incurrieron en el vicio de ejercer el magisterio. Hoy viven penosamente de la práctica de un elitismo tan hipócrita como funesto, lo que, sin embargo, no deja de abrigar al Sistema en sus largas noches de invierno. Euskadi es una muestra viva de esto que decimos.

Hablar de la radical deslealtad del socialismo a su pretensión ideológica original es cuestión de urgencia si se pretende salir con ímpetu al aire vivo de un futuro aceptable. Con el socialismo ya no puede contarse para cambiar la forma de sociedad, que es lo que el mundo necesita para liberarse de una serie de opresiones. El socialismo forma el muelle al que la derecha atraca la nave de sus explotaciones para conseguir el ansiado refugio frente a las tormentas. Muchos ciudadanos, que oyen las palabras propias de la izquierda lo mismo que los jilgueros escuchan la campanilla en la jaula, por pura atracción genética mientras picotean la hoja de lechuga, se envuelven en la bandera de ese socialismo por resultar incapaces de construir un camino por sí mismos y para sí mismos. Ciudadanos que han dimitido de su responsabilidad democrática y que sólo aspiran a una fachada supuestamente progresista para tranquilizar su conciencia. Vienen a ser socialistas de calendario zaragozano y con ello se redimen de su orfandad crítica ante la vida que debieran construir.

En los comienzos de la campaña electoral de este mayo de 2011 hemos vivido algunos sucesos que revelan la fragilidad y al mismo tiempo la ligereza con que se enfoca la cuestión de Bildu como partido. En resumen: un antiguo militante de ETA que ha obtenido ya la libertad tras cumplir su condena muestra una pancarta en que propone implícitamente el voto para Bildu. La pancarta no contiene provocación alguna sino que reclama la independencia y el socialismo. El portador es un antiguo preso que ha cumplido ya condena y manifiesta su derecho a la libre determinación ideológica.

Pues bien, en Madrid se reavivan de inmediato los clamores contra el partido independentista vasco y el portavoz socialista en el Parlamento español, el inefable Sr. Alonso, subraya, con intención persecutoria que la pancarta lucida le produce un «absoluto rechazo» y anuncia algo tan grave para la democracia como que «los servicios jurídicos del Estado la van a analizar por si tiene alguna trascendencia». ¿Es así como concibe el Sr. Alonso el Estado de Derecho? ¿La democracia ha de rendirse ante este nimio suceso protagonizado por alguien que reclama simplemente un voto? ¿Es que España no va a ser nunca un país mínimamente maduro? ¿Es que la democracia ha de ser exorcizada cada vez que la ejercen según qué ciudadanos?

Pero tornemos a los cómodos habitantes de la «unidad de los demócratas», sobre todo en esta última batalla suya por lucrar las indulgencias de los verdaderos conductores del poder. Mientras la democracia continúe siendo un club excluyente, la democracia no existirá en España. La democracia consiste en el ágora abierta donde todos los que tienen que proponer o proclamar algo pueden actuar con su simple pasaporte de soberanía política. Sr. Alonso: no manche más el nombre de su partido convirtiéndolo en persecutor inquisitorial. No amanece usted con perseguir a los que no poseen, a su entender, limpieza de sangre. Evitemos que este país sueñe solamente en cárceles perpetuas, en castigos sin final, en ámbitos policiacos.

Deje usted que España, que jamás pudo entrar en modernidad alguna, se haga adulta. Ustedes, lo socialistas, que vitorean a los árabes que se han levantado contra la opresión no ejerzan tan cínicamente esas absurdas e insolentes represiones.

¡Sean ustedes serios, carajo!

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