Iñaki Egaña Historiador
De victorias, derrota y derechos
Aunque el argumento es tan viejo como los estratos volteados de la costa de Zumaia, el concepto de Derecho Penal del Enemigo tal y como lo entendemos en nuestros días pertenece al penalista alemán Günther Jakobs que lo extendió hace 25 años. En lo fundamental, Jakobs defendía que el estado actual se compone de dos tipos de ciudadanos, los que tienen derechos civiles y los que, por su oposición precisamente a ese estado, carecen de ellos.
Los primeros son ciudadanos, las personas. Los segundos son los que intentan trastornar el orden establecido, los subversivos o inadaptados de las legislaciones franquistas, las, según Jakobs, «no-personas». No pudo ser más claro el penalista: «El sujeto activo de la conducta viene definido tan solo por el hecho de que puede constituir un peligro para el bien jurídico, con el añadido de que cabe anticipar potencialmente sin límite alguno, el comienzo de tal peligro».
Una definición de taberna nos acercaría a su comprensión: sancionar las conductas ilícitas previsibles antes de cometerse el delito. La subjetividad, la interpretación interesada, la manipulación... se abren camino en esta vía abierta a la desaparición de la ley general. La ley sólo es aplicable a los que la apoyan e irrelevante para los disidentes. La experiencia nos demuestra que los delincuentes potenciales se convierten en delincuentes de facto.
Desde los atentados del 11-S en Nueva York, la comunidad que dirige los designios de la humanidad aprovechó la ocasión para aplicar en toda su extensión los nuevos conceptos. Se modificaron las leyes en EEUU, Francia, Italia, Gran Bretaña... a favor de las tres «Pes». Para que el poder pudiera perpetuarse. La invasión de Irak y Afganistan fueron presentadas como guerras preventivas.
Entre nosotros, y por entendernos, el Derecho Penal del Enemigo ha sido la llamada doctrina preventiva que aplicaba y aplica el estado. No sólo un filosofo sino cualquier avispado vecino sabe que el silogismo es falso, pero su aplicación es constante: «Los miembros de ETA son vascos. ETA no acepta las reglas del juego. Los vascos no aceptan las reglas del juego». Y a partir de ese argumento infantil, defendido por listos o tontos, el estado aplica el llamado Derecho Penal del Enemigo, o lo que es lo mismo, no hay derechos para los que no quieren ser españoles (no-personas).
El Derecho Penal del Enemigo se utiliza desde hace tiempo entre nosotros. Sólo conozco una excepción, aquella que sucedió con motivo de la manifestación abertzale de la Semana Grande donostiarra, el pasado año. El juez Andreu, de guardia en las jornadas previas, señaló que investigar el pasado ideológico de los convocantes a la manifestación hubiera supuesto la aplicación el Derecho Penal del Enemigo, que él, como magistrado, rechazaba.
Durante años, décadas, las detenciones preventivas, incluso las actividades militares y paramilitares del Estado español han estado marcadas por este concepto que, paradojas de la vida, aún estaba sin definir con la precisión de Jakobs. Y ahí sí que no ha habido un corte o el corte que nos esperábamos con la muerte de Franco. Las situaciones excepcionales, los tribunales especiales, las unidades policiales de élite, las paramilitares... razones preventivas con Franco, Suárez, Felipe González, Aznar y Zapatero.
Franco lo hizo con la razón del dictador, es decir, la sinrazón. Xenofobia con sus propios ciudadanos tal y como aconsejaba el psiquiatra Vallejo-Nájera. La disidencia fue despojada de todos sus derechos, torturada, vilipendiada, machacada. Sólo los franquistas tenían derechos, aunque estos fueran, según expresión del régimen, orgánicos.
La transición del franquismo a la democracia no modificó el estilo. El BVE, la AAA y el GAL, al margen de su evidente sesgo vengativo, marcaron la impronta «Estos (por sus víctimas) ya no matarán más». Una especie de remake medieval. Recordarán al cardenal Cisneros que pensó por un momento enviar a la población superviviente navarra a Andalucía después de la conquista. Para que no volvieran a sublevarse. Franco se atrevió. Lo hizo con los curas abertzales: «a estos los mando yo a hacer autonomismo a Andalucía». Los encerró en bloque en la cárcel de Carmona (Sevilla).
El largo brazo de Jakobs en España fue el del juez Baltasar Garzón, que ahora, según dice la prensa, tontea con Izquierda Unida. Mezquino país. Recomiendo a los lectores que busquen en la red el Auto del 16 de octubre de 2002, instruido por Garzón. Una joya del despropósito. Dice el magistrado: «La violencia de ETA es únicamente la última ratio, hasta el punto de que aunque ETA no existiera o desapareciera la Kale Borroka, o ésta no se hubiera producido nunca; Batasuna, por los métodos que utiliza, constituye desde el punto jurídico-penal una asociación ilícita».
Jamás tan claro: el independentismo es ilícito. Por consiguiente, necesita una aplicación preventiva. Cortar por lo sano. No me voy a introducir en el túnel del tiempo. Simplemente retrocedo unos días para encontrarme con la función de las tesis de Jakobs-Garzón: cierres y detenciones en AEK, Elkar, Egin, Ardi Beltza, Egunkaria, Udalbiltza, Xaki, Askapena, Jarrai, Segi, Movimiento por la Amnistía, Batasuna, Ekin, Sortu, Doctrina Parot...
La cuestión ha sido puesta de manifiesto en toda su extensión con motivo de la presentación de Bildu. La negativa del Supremo hispano, y su rectificación por un voto en el Constitucional, nos lleva a un escenario conocido, el de la aplicación del Derecho Penal del Enemigo. Era mentira que la condena de la violencia ejercía de frontera. Era una mentira manifiesta. Para un sector de la magistratura hispana, para el Gobierno de Zapatero a través de sus fiscales, para la abrumadora mayoría de los medios de comunicación (¿propaganda debería decir, quizás?), para los poderes fácticos (no se rían aunque ahora se llamen lobbies. Su influencia es mayor que la del Parlamento), para la llamada opinión pública española, el delito es la sedición. El resto es letra pequeña.
Por eso, cuando Bildu pasó el corte de pleno del Tribunal Constitucional, desdiciendo al PP, al Gobierno del PSOE y al Supremo, pensé, a pesar de lo inesperado, que la victoria era pírrica. Una coalición preparada aprisa y corriendo, con un partido como Sortu vetado y con la espada de Damocles colgando sobre las cabezas de la mayoría de la izquierda abertzale histórica, no compite electoralmente en igualdad de condiciones.
No había, pensé, lugar a semejante expresión popular de optimismo. Quizás estemos demasiado necesitados de alguna victoria, por muy simple que sea. No lo había porque nos estamos moviendo en terrenos exclusivamente propuestos por el enemigo (utilizando una expresión con la que entendernos). Pero no ha sido así. Nada es como se prepara. O casi nada.
Se lo oí por primera vez a Aznar. Lo dijo en un acto de la Fundación Faes. Algo así como «podemos derrotar a ETA pero perder la guerra en la gestión de la victoria». Tal y como sucedió a Francia en Argelia. Derrotado militarmente el FLN, Paris sucumbió en la gestión. La lógica democrática era aplastante.
El tonelaje de los improperios, los ataques a todo lo vasco, a los demócratas, las sandeces, el golpe de Estado de baja intensidad, todo ello me removió la primera impresión. Si el enemigo (nuevamente por utilizar una expresión coloquial) tiene sensación de derrota quizás sea que se siente derrotado. A pesar de que unos y otros sepamos que la batalla era de segunda categoría. Lo dijo Sun Tzu: «Si utilizas al enemigo para derrotar al enemigo, serás poderoso en cualquier lugar a donde vayas».
Terminé de convencerme el domingo en Herri Urrats. Unos jóvenes enarbolaban una pancarta en un concierto de rock: «Haien berri txarrak gure berri onak direlako» (Porque sus malas noticias son nuestras buenas noticias). Si en el simbólico Madrid anuncian que han retrocedido 14 años tras la sentencia del Constitucional (desde que comenzó a aplicarse la doctrina Jakobs), ¿será que hemos ganado 14 años? El tiempo lo dirá. Mientras, saboreemos está victoria por el hecho de que otros lo han tomado como una derrota.