ASTEKO ELKARRIZKETA: JUDITH TORREA, testigo de la vida en la ciudad de la muerte
«Periodismo es devolver la voz a quien se la arrebatan»
En alguna ocasión le he escuchado que su primer contacto con la prensa fue leer el periódico todos los días a su abuelo ciego cuando era niña. ¿Quedó alguna estela de aquello?
Sí. Mi abuelo José Oiz se quedó ciego en la Guerra Civil, que nunca entendió. Era de Ilarregi, un pueblecito del valle de la Ultzama [Nafarroa], y cuando fue a la guerra no sabía castellano; lo aprendió allá. Cuando yo aprendí a leer, nos sentábamos ante el fogón de casa y él me hacía practicar leyéndole el periódico. Pasábamos varias horas todos los días y, a través de su ceguera, en aquel pueblo de catorce casas en la montaña, descubrí el universo y, sobre todo, que no existen buenos ni malos.
A él le interesaba mucho la información política internacional, los temas sociales y los deportes vascos. Ahora son mis tres pasiones. Cuando estudié periodismo y le leí en aquel mismo periódico mi primer artículo, él me dijo: «Judith, muy bien, pero acuérdate de devolver la voz siempre a quien se la arrebatan». Esa ha sido su estela. A través de la ceguera de un hombre que perdió sus ojos pero abrió el mundo, descubrí el universo.
«¿Te has preguntado cuántos muertos (juarenses) se necesitan para que tú consumas (en paz) un gramo de cocaína?», fue la pregunta que usted le hizo a un millonario neoyorquino y que abre el relato de su libro. ¿El capricho de los ricos crea muertos entre los pobres?
El capricho no sólo de los ricos, porque no hay tantos... Es muy normal -también en nuestra Euskadi- el consumo de drogas, no solamente cocaína, también marihuana. Mucha viene de Colombia pasando por México. En determinado momento político esa droga se convierte en mortífera, como ocurre ahora en esos países, en particular en Ciudad Juárez, mientras resulta completamente pacífica en los países consumidores. En los países de origen o paso, el narcotráfico ofrece a los pobres el trabajo que las autoridades no han querido o no han sabido crear. Después se les mata.
Recuerdo que cuando se firmó el Tratado de Libre Comercio entre México, Canadá y EEUU, yo me encontraba en Michoacán, el estado del presidente mexicano Felipe Calderón. Allá las plantaciones de marihuana están completamente custodiadas por narcotraficantes -que son gente como nosotros-. Logré acceder a ellos y conseguí hablar con las familias de gente buena que se dedicaba a eso. Les preguntaba por qué hacían aquello y me contestaban de manera sencilla -con esas palabras mexicanas tan bonitas- que, como consecuencia del acuerdo, ya no podían cultivar maíz; les ponían multas y sanciones. México es ahora importador de maíz, que es el primer alimento de la población; antes era exportador.
En esa situación, otros les ofrecieron trabajo cultivando marihuana. Tampoco ganan tanto -un kilo les sale a 250 pesos, que no llegan a los 10 euros-. Muchos empezaron a cultivar marihuana y otros emigraron a Estados Unidos. Pero hay que ver el negocio completo con esa perspectiva: los mayores narcotraficantes son los políticos corruptos, los banqueros que lavan dinero, los empresarios... Los que mueren en esa cadena son los pequeños consumidores convertidos en narcotraficantes para poder vivir un día más.
Se dice de manera gráfica que Colombia pone la droga, EEUU las armas y México los muertos...
Claro. Y los consumidores están en todos los lugares, y existen unos intereses políticos muy fuertes. Es un gran negocio.
Pasó del periodismo de sociedad y frivolidad en la revista «People» en Nueva York a la rudeza, la dureza y la crudeza de Ciudad Juárez. ¿Por qué?
Pasé de la muerte, que era hacer periodismo en Nueva York, que es la verdadera muerte del alma, y pasé a la vida. Quizás muchas personas no lo ven, pero yo sí lo veo así. En esa sociedad tan superficial me divertía -claro- porque, aparte de mi trabajo, soy una gran apasionada de la ópera, del teatro y del jazz, y podía disfrutar de eso después de la jornada. Pero en el trabajo como periodista principal de esa revista, aparte de vivir todos los días en un mundo tan irreal, tenía que ir a fiestas donde se consumía muchísima cocaína.
Yo había vivido antes nueve años en la frontera sur de EEUU, cubriendo ambos lados, y mantenía esa relación con Ciudad Juárez; tenía amigos que estaban siendo extorsionados o secuestrados, amigos que estaban perdiendo a sus familiares o que huían de la ciudad. Mis propias fuentes estaban siendo asesinadas.
Cuando vivía en Nueva York, leía todos los días la prensa de Ciudad Juárez. Cuando regresaba allá cada dos meses, veía que aquello que contaban era una parte mínima, que el horror era muchísimo mayor. Y cuando tú quieres a una ciudad -a mí Ciudad Juárez me enseñó a vivir- y eres periodista para contar las historias que se deben contar, no te queda otra salida: tienes que lanzarte a contarlo. Y así dejé todo y me instalé allá.
La mayor parte de los medios mexicanos acaban de firmar el «Acuerdo de la cobertura informativa de la violencia y del crimen organizado», por el que han decidido no informar sobre el narcotráfico. ¿Le parece correcta esa actitud?
Claro que no. Fueron sesenta medios y, gracias a la vida, algunos como «La Jornada» no lo firmaron. Es un acuerdo que ataca la libertad de prensa, que censura a los periodistas, que ya están muy censurados y muy autocensurados.
Es una política que viene del poder. En México todos los medios de información reciben grandes cantidades de publicidad de los políticos; así se financian. Pero en mi opinión, precisamente en un momento tan importante, tan crucial, para México, cuando la democracia se está cayendo y el Estado de Derecho no existe, es cuando los periodistas tenemos que contar lo que está pasando. Si los periodistas no contamos las historias que debemos contar -y no las contamos bien- nos convertimos en partícipes de masacres, de guerras, de genocidios. Nunca me voy a convertir en eso.
Más de ocho mil muertos sólo en Ciudad Juárez en tres años, ajustes de cuentas, venganzas, matanzas... ¿Qué guerra se está librando allá?
Todo eso ocurre, además, en una ciudad completamente militarizada, con soldados y retenes constantes de la Policía Federal, donde a veces los periodistas que seguimos cubriendo los crímenes llegamos antes que las autoridades y que las «fuerzas de la inseguridad», porque no son las Fuerzas de la Seguridad. Desde que llegaron enviadas por el presidente Felipe Calderón no se puede vivir en Ciudad Juárez; es una ciudad fantasmagórica, con edificios incendiados, abandonados... Es una ciudad en la que los únicos que están a salvo son los muertos; donde la vida que antes existía en los parques o en los centros comerciales ha pasado a existir en los cementerios. Y tampoco es tan seguro hacerlo ahí, pero es allí donde se junta la familia; la vida cotidiana no existe. La gente se está acostumbrando a sortear cadáveres, a vivir entre cadáveres.
Eso pasa en una democracia. Dicen que México es una democracia y, supuestamente, es mejor que Venezuela o Bolivia, donde se eligió a sus presidentes con mayoría absoluta, cosa que no pasó en México, donde nunca se supo si ganó Felipe Calderón o Andrés López Obrador, del PRD. El Estado español, la UE y EEUU apoyan al presidente Calderón...
¿Tienen nombre los responsables de esta guerra?
Sí, tienen muchos nombres. No es una guerra contra el narcotráfico, es una guerra para el control de un negocio global llamado narcotráfico. Y ese control ahora mismo se da en un momento político muy importante de México. Todo ha estallado con el presidente Calderón. Es como hacer la guerra contra el cambio climático enviando soldados al sol... Para hacer una guerra contra el narcotráfico, los expertos dicen que hay que ir contra el lavado de dinero que financia a las organizaciones criminales y que convierte a banqueros, políticos y empresarios en millonarios. Y hay que ir contra la corrupción, que es horrible en México, de las Fuerzas de Seguridad, de los políticos, de las autoridades... Ninguno de esos puntos ha sido atacado en lo más mínimo.
Hay incluso factores históricos: la desigualdad social y el racismo, que vienen desde que los españoles conquistaron México y creían que los indígenas tenían el diablo. En México, si eres de origen español y tu piel es blanca, accedes al poder, a la educación, a todo, y no miras al otro con justicia.
En Ciudad Juárez se da todo; es el paradigma del capitalismo mundial, global. En los años sesenta llegaron fábricas -allá las llaman maquiladoras- que realizan partes del proceso productivo final. Son fábricas de capital extranjero, que buscaban mano de obra barata. Como no había suficiente, llegaban mujeres del sur del país, que eran y siguen siendo explotadas -cobran unos 500 pesos, que son unos 20 euros, a la quincena- en una ciudad que es carísima. No hay salarios dignos. Y no solamente eso; el 60% de la calles están sin pavimentar, muchas zonas no tienen agua potable ni electricidad, calles que dan al desierto... Y las obreras y sus familias viven en casas muy humildes, a veces de cartón. Las autoridades no se preocupan de crear escuelas e institutos, ni parques... Entonces fue el cartel de Juárez, el narcotráfico, el que les ofrecía trabajo, futuro...
Usted ha conocido también otras realidades similares impartiendo cursos de periodismo ciudadano a adolescentes y jóvenes en otros países...
Estuve un tiempo en Río de Janeiro, dando unos talleres para blogueros en unas favelas «no pacificadas» que, supuestamente, son muy peligrosas. Aparte de que es mucho más seguro Río de Janeiro que Ciudad Juárez, que sí es peligrosa, me di cuenta de que en las llamadas «pacificadas», que son en las que entró el Ejército, el ambiente es horrible. Se siente un poco lo que se percibe en Ciudad Juárez con tanta militarización.
En las «no pacificadas», en cambio, el mundo es al revés. Yo podía entrar porque daba talleres a niños y a jóvenes que llevan armas, metralletas, y que están en cada esquina como si fuesen policías. Los vehículos son suyos y exhiben las armas, pero no pasa nada; la vida sigue, hay negocios, la gente pasea, los niños juegan en la calle, hay alegría... Es más, yo ni cerraba la casa en la que me quedaba; al principio quería cerrar, pero me decían que no me preocupara, que no me iban a robar. Es decir, están tan abandonados por el Estado que ellos mismos crean su propio sistema.
«Son las 11:50 de la noche: he acudido a reportar diez crímenes en seis horas. En todo el día murieron quince personas». ¿Se puede ser inmune a eso?
Yo soy una persona normal, todavía no me he vuelto loca, aunque podía ocurrir habiendo visto tanto horror. Creo que cuando soy periodista me pongo una coraza muy fuerte y soy Judith periodista, porque si no, no podría. Tanto horror cada día... Tienes que ponerte una coraza para protegerte y que no te haga daño. [Silencio] Pero cuando llegas a ser la Judith persona llega la reflexión y con ella el dolor.
¿Qué es para usted el periodismo?
Es mi gran pasión, me ha ofrecido ser la persona que soy. El periodismo es una misión, es intentar devolver la voz a quien se la arrebatan. Además creo que, si se quiere, de todas las personas que entrevisto se puede hacer crecer tu mente y tu corazón; de todas, también del mayor asesino o del político más corrupto.
El periodismo es ese grito, es ese poder que tenemos para que los demás reflexionen, y con la reflexión está el principio del cambio. Yo no puedo hacer otra cosa; no soy política, no soy médica, pero creo que es el poder de la reflexión el que nos lleva al cambio y a la movilización.
En sus crónicas, a pesar de la omnipresencia de la muerte, siempre hay brotes de esperanza. ¿La determinación de seguir escribiendo es un antídoto contra la fatalidad?
Para mí, escribir es un vómito de justicia para seguir viva en la muerte constante. Mis crónicas están escritas de manera que sientes las balas y los tiros; por eso lo hice en un blog. Cuando ningún editor quería mis historias, pensé que era su problema. Yo confiaba mucho en mí y pensaba que eran buenas, y decidí contarlas en un blog, gratis; luego ya vendría algo del universo para comer...
Además de dar a conocer una realidad silenciada, a través de su blog y de sus crónicas está poniendo en práctica también un nuevo tipo de periodismo directo, humilde en los medios pero muy potente en contenidos, y en el que la gente corriente es la protagonista. ¿Es posible otra manera de informar?
Claro; estamos en un momento tan fascinante... Cuando dicen que estamos en crisis, hay que recordar que esa palabra, en China, significa oportunidad. Yo formo a blogueros en Ciudad Juárez, en Panamá y en las favelas más pobres de Brasil. Creamos otra manera de hacer periodismo, pero debemos buscar un modelo económico para ese periodismo digital, que es el del presente. No sé cuál será el del futuro porque todo cambia muy rápidamente. Ahora, por ejemplo, es evidente el poder de Twitter.
Lo que está claro es que debemos contar las historias bien. Por ejemplo, creo que tenemos que traducir lo que dicen los políticos porque no hemos sabido traducir bien esa realidad a la gente normal. Todavía no sabemos escribir como si fuera para mi abuelito, que es lo que intento todos los días: escribir a una persona que no tuvo una educación formal.
Y por supuesto, debemos seguir escribiendo y mostrando esas realidades, con mucho respeto al otro y con muchísimo conocimiento. En cada palabra que escribo arriesgo mi vida por ser tan crítica y mostrar lo que está pasando. Para eso hay que tener mucho conocimiento por detrás. Elijo esa forma de contar las historias porque creo que es la mejor manera de lanzar el mensaje.
«Sé que si te quieren matar, te matarán y no pasará nada». Usted alza la voz contra grupos muy poderosos. ¿Siente miedo?
No siento miedo porque yo soy europea y tengo papeles europeos y estadounidenses; si no, huiría como tantos miles de juarenses. A lo único que tengo miedo en mi vida es a no hacer lo que siento que debo hacer. En este determinado momento de mi vida, y con la relación que tengo con esa ciudad desde hace más de quince años, siento que esto es lo que tenía que hacer.
Creo que tendría miedo a traicionarme a mí misma, pero ya soy bastante mayor y va a ser difícil. Tengo miedo a otras cosas, pero ante lo que vivo cada día y cómo me puede afectar, no tengo miedo.
Sí reconozco el peligro porque lo he visto con mis fuentes. A veces repaso artículos que escribí hace quince años sobre ciudadanos convertidos en activistas que anunciaban todo este horror, pero que nunca se imaginaron una ciudad militarizada y una guerra contra el narcotráfico que nadie se cree. Tampoco yo me imaginaba que esas personas luego serían asesinadas, pero fueron asesinadas.
Y aunque me veas sonreír -porque es producto de ser feliz y hacer lo que sientes que debes hacer- sí reconozco que cualquier día pueden ir contra mí, pero también puede ser la casualidad, porque en Ciudad Juárez hay tantos tiroteos... Vas al supermercado y hay un tiroteo... Mi vida personal se reduce a mi vida de trabajo. Me encanta nadar, pero ya no voy a nadar, ni camino por la calle. Intento reducir mis espacios vitales. Ir a alguno de los pocos restaurantes que quedan abiertos es muy peligroso. Cuando lo puedes hacer es como el mayor regalo del universo.
En esas circunstancias, en Ciudad Juárez más que vivir parece que se resiste a morir. Además, es usted la única periodista extranjera estable en la ciudad. ¿Qué le alienta a seguir viviendo allá?
Me alientan esas personas que me dan tanto, esas personas que te cuentan sus historias y que te enseñan a vivir, que a pesar de su adversidad, de haber perdido a sus dos únicos hijos o de haber perdido a toda la familia, son capaces de preocuparse por mí, porque saben que estoy sola, y de darme lo mejor de ellas mismas. Y veo que siguen sonriendo, luchando con una dignidad que me transforma. Eso es lo que me llena.
Cuando vengo aquí me cabrea un poco ver que la gente se enfada por cualquier cosa. Ya sé que hay un problema de desempleo, pero aquí tenemos de todo. Hay que utilizar tus energías para hacer las cosas, y si no, emigrar, como algunos tuvimos que hacerlo. Creo que tenemos que apreciar más ese instante fantástico que es la vida y que se puede ir en cualquier momento. Eso es lo que he aprendido en Ciudad Juárez y lo que me atrapa cada día.