Midnight in Paris» es, con mucho, la mejor película europea de Woody Allen. Yendo más atrás, es una comedia fantástica tan original e ingeniosa como «La Rosa Púrpura de El Cairo». La ciudad de la luz ha inspirado en sobremanera al cineasta neoyorquino, que se sirve de la fotografía de Darius Khondji para retratarla en tonos dorados. Una feliz opción estética que encierra además un deslumbrante significado, porque el tema de fondo es la búsqueda constante de la Edad de Oro, abundando en la idea de que los artistas creen que la época más creativa siempre fue la anterior a ellos, motivo por el que la narración va encadenando una serie de viajes consecutivos en el tiempo: del presente a los años 20, de los años 20 a la Belle Époque, y de ahí al Renacimiento pasando por una escapada cómica a la corte versallesca.

Es una manera de hacer autocrítica, porque Allen se manifiesta a través de Owen Wilson, cuyo personaje prefiere el París de los 20 con banda sonora de Cole Porter, aún reconociendo que el ser humano es enfermizamente nostálgico y se agarra a la tópico de «cualquier tiempo pasado fue mejor». Pero lo más interesante de «Midnight in Paris» no está en la controversia sobre la historia de los movimientos artísticos, sino en la perspectiva que hoy en día tenemos de los grandes mitos de la literatura, de la pintura, de la música o del cine. Woody Allen se distancia más que nunca de la mentalidad del turista, a pesar de serlo muy conscientemente, planteando una respuesta imaginativa a la anquilosada cultura museística.

Michael Sheen, en su caricatura del pedante de conocimiento enciclopédico, representa todo lo opuesto al protagonista, que es un soñador que cree en la magia de una ciudad en cuyos cafés todavía resuenan los ecos de las conversaciones entre Hemingway, Scott Fitzgerald o Gertrude Stein. Aunque ninguna tan genial como la que mantienen los surrealistas, a disfrutar en la versión original hablada en francés, castellano e inglés.