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Bildu simboliza oportunidad y derecho del país a su felicidad

Para nuestros ancestros, la felicidad era una cuestión de suerte, de virtud o un regalo divino. El lenguaje revela que para casi todos los idiomas del entorno, la palabra felicidad proviene de la palabra suerte. Hap es la raíz del antiguo nórdico y del viejo inglés de happiness, que significa suerte o azar, como en el viejo francés heur, raíz de bonheur, buena suerte o felicidad, y como en el alemán con la palabra glück. El euskara no es excepción, zoriontasuna tiene la raíz zori, buena suerte o fortuna. Los patrones lingüísticos de multitud de pueblos antiguos sugieren que la felicidad era algo que no podían controlar, que estaba en mano de los dioses, dictada por el destino o la fortuna, controlada por las estrellas. Ocurría a la gente, pero en el fondo estaba fuera de su alcance.

Hoy en día, predomina más la idea de que la felicidad es un derecho y una habilidad que se puede desarrollar. Pero también tiene sus altibajos. Querer estar todo el tiempo feliz puede hacer olvidar que la búsqueda puede conllevar lucha, sacrificio e incluso dolor. Que más que pequeñas infusiones de placer, se trata de vivir una vida bien vivida y no sólo experimentar momentos que sientan bien. Esta evolución de la felicidad ha sido, en cierto sentido, liberadora. Descansa sobre quizás el más noble sentimiento humano, la creencia de que la condena al sufrimiento es intrínsecamente mala, y que toda la gente, en todos los sitios, debiera tener la oportunidad, el derecho a ser feliz.

Una expectación que antecede a los momentos decisivos, a los eventos que cambian la historia, recorría la multitud de ciudadanos vascos que ocupó el Arenal de Bilbo y la Plaza del Ayuntamiento de Iruñea la noche que legalizaron a Bildu. La política vasca parecía que llegaba a un punto de no-retorno, al acontecimiento crucial que pocos hubieran imaginado semanas atrás. La gran montaña de la ilegalización se iba a derrumbar y el pueblo abertzale de izquierdas tendría por fin voz y voto. La confirmación de la noticia, independientemente de su enorme significado y de sus implicaciones políticas, supuso una explosión frenética de felicidad cuya honda expansiva cogió de lleno al país, a espectros muchísimo más amplios que los tradicionalmente alineados con la izquierda abertzale.

Trabajo, disciplina y devoción

Habrá quien advierta de los peligros de instalarse en la euforia, de alejarse de la precaución y la humildad necesarias. Pero ese desbordado sentimiento de felicidad resulta comprensible, bien merecido y saludable. En cualquier caso, el fallo del Tribunal Constitucional se presentó como algo más que un regalo, menos fortuito que un golpe de suerte, menos exaltado que la realización de un sueño imposible. Al contrario, lograrlo ha necesitado una cantidad increíble de trabajo, disciplina y devoción.

Generar las condiciones sociales, implicar a interlocutores internacionales -como el Grupo Internacional de Contacto-, achicar espacios y desarmar de excusas a quienes apostaban por una «cuarentena preventiva» ha requerido el concurso de miles de ciudadanos, un liderazgo político que ha sabido maniobrar al filo de la navaja con serenidad, gestos y gestiones -independientemente de que hayan sido hechas de corazón o no- de políticos de casi todos los colores. Y el éxito de esa apuesta es un bien colectivo, no patrimonializable por nadie. Ha ganado todo el mundo y se ha demostrado lo importante que es y será para la política vasca romper el juego de la suma cero, desterrar esa ecuación de «lo malo para ellos es bueno para nosotros».

Depositario de ilusión popular y esperanza

En el ecuador de una campaña que no está destacando por su originalidad ni sus propuestas municipalistas, Bildu no sólo ha sido el centro de todas las miradas, sino también depositario de un enorme caudal de ilusión popular y la representación para miles de abertzales de la última esperanza para un cambio que haga irreversible una paz justa y abra las puertas a la independencia y a otro modelo social para el país. Con esas credenciales no parece aventurado pensar que los resultados que coseche vayan a ser excelentes, un nuevo motivo de felicidad. Pero también conllevarán una gran responsabilidad. Y la obligación de no defraudar esas espectativas, de acertar en las decisiones para consolidar el proceso, de inventar soluciones para un tiempo político con la ventana de las oportunidades abierta de par en par, no exento de provocaciones y dificultades.

Quienes apostaron por llevar la presión al límite con la esperanza de que obtendrían todo sin ceder en nada han errado en su cálculo. La izquierda abertzale ha evacuado bien esa presión y ésta ahora puede revertir en quienes afrontarán las próximas elecciones estatales con otras necesidades. Entenderlas y, en la medida de lo posible, atenderlas será necesario para encauzar esta oportunidad y construir diques que contengan el previsible regreso al poder de la derecha española con afán destructivo.

La legalización ha dejado al descubierto un Estado español partido en dos y la dificultad que ello entraña a la hora de buscar un acuerdo político resolutivo. La Segunda Transición española llama a la puerta. Y a la vista de los antecedentes de la primera, como país no parece razonable no prepararse ni ir construyendo una propuesta de amplia mayoría para ese reto que se dibuja en el horizonte.

Lo mejor está por llegar. Con organización, esfuerzo y seriedad, el país no desaprovechará la oportunidad ni el irrenunciable derecho a su felicidad.

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