«Esta novela va contando cómo la gente va creciendo en su dignidad»
El prestigioso escritor chileno Antonio Skármeta (Antofogasta, 1940) -autor de obras tan renombradas como «El cartero de Neruda»- acaba de publicar su última novela titulada «Los días del arcoíris» (Premio Iberoamericano de narrativa Planeta-Casamérica 2011); un homenaje sentido a aquellos héroes silenciosos que combatieron la brutal dictadura ejercida por el general Pinochet.
Koldo LANDALUZE |
«El miércoles tomaron preso al profesor Santos. Nada raro en estos tiempos. Sólo que el profesor Santos es mi padre». De esta forma se inicia «Los días del arcoíris» (Planeta, 2011), la última novela del autor chileno Antonio Skármeta. Página a página nos adentramos en una novela de padres e hijos, maestros y discípulos que se las ingenian para devolver los colores y la música a una escenografía gris. Skármeta es un hombre alto, fornido. En su rostro se asoma una sonrisa constante y al otro lado de sus anteojos, destacan dos ojillos que se abren con sorpresa cuando escucha el primer comentario.
Se ha iniciado la exhumación de los restos de Salvador Allende...
¿Ya han comenzado? He estado en Europa y desconocía esta noticia. En relación a este hecho, la versión más difundida y aceptada -incluso en el núcleo familiar de Allende- es que se trataba realmente de un suicidio. Siempre se ha asumido que fue un gesto ético-moral frente a la cobardía, la traición con la cual habían obrado los militares golpistas que perpetraron este crimen contra el pueblo chileno. En los últimos tiempos, comenzaron a surgir dudas a propósito de informes relacionados con otro tipo de asesinatos políticos que al principio parecían producto del azar, de la enfermedad o de una operación quirúrgica y resulta que no, que después se ha probado que detrás de estos sucesos había un plan criminal perfectamente calibrado. No sé cómo concluirá la investigación de este trágico suceso y de qué manera influirá en la familia Allende que ha sufrido tanto. Salvador Allende está muy vivamente sentido en el pueblo chileno. Cualquier intento por destrozar su imagen no ha hecho mella en la gente que lo quiso y en las generaciones más jóvenes, que aprendieron a tener un buen recuerdo de él a través de lo que han aprendido en los libros de historia y en los documentales de la época, que muestran cuál fue la magnitud de su empresa y las razones, muchas de las cuales no son atribuibles a su Gobierno, por las cuales fracasó.
En su obra literaria persiste el empeño por mantener viva la memoria histórica de lo acontecido en Chile.
Persiste simplemente porque hay heridas sin cicatrizar. La gente sabemos que el pasar por encima, con superficialidad, de sucesos dolorosos conduce simplemente a una relación banal con la vida o con la política y que ello puede alentar a la gente a emprender aventuras disparatadas o tan fuertemente groseras o represivas como la del Gobierno de Pinochet. Tengo que decirte que, hoy en día, los jóvenes artistas chilenos están reelaborando con mucha intensidad, de una manera contemporánea y muy asequible para las nuevas generaciones, los temas de aquella época. Dos ejemplos muy claros son las películas «Machuca», de Andrés Wood, y «Tony Manero», de Pablo Larrain.
Ya en el título de su novela, «Los días del arcoíris», se detecta un claro sentido vital.
Esa era mi intención. En Chile, en el año 1988, sucedió algo realmente maravilloso... potente. Yo pensé que este episodio tendría algún tipo de trascendencia internacional si lo contaba utilizando los resortes de la ficción. Ese año, Pinochet escenificó un plebiscito tras haber gobernado como dictador férreamente, cruelmente, durante quince años. El dictador le preguntó al pueblo si lo querían por otros ocho años más como presidente. Pero (ríe) esta vez utilizando una especie de consulta popular, democrática. El pueblo no aceptó esto y le respondió con un soberano «NO». Para que esto fuera posible, hubo que cumplir una última etapa y que consistió en convencer a los indecisos que creían en la frase de Pinochet, «Yo o el caos». Había que concretar una respuesta: «Pinochet o la libertad, Pinochet o la democracia». Se le encargó a un publicista una campaña para agitar los corazones de aquella gente que estaba descreída y que creía que todo era una farsa porque estaban convencidos de que el plebiscito iba a ser manipulado. La novela cuenta de un modo muy alegre cómo se hizo esta campaña, que tuvo que contar con el desafecto de los chilenos para, con posterioridad, animarlos. Finalmente, el publicista concluyó en este símbolo que es el arcoiris; un fenómeno luminoso donde estaban representados todos los colores de esa gente proveniente de diversas ideologías y que se unieron para decir no al dictador.
Paralelamente a la historia del publicista, topamos con las vivencias del narrador, un adolescente.
Exacto. A él le corresponde contar la represión que padecieron los alumnos y el profesorado en los colegios, pero lo hace desde un punto de vista distinto al que se ha empleado habitualmente para contar episodios represivos de Chile o de otras dictaduras. Es el punto de vista de un joven de 18 años que, con su mirada fresca, su ingenuidad, su ansia de saber, su estar enamorado de una chica de más o menos su edad, de tener un conflicto en la casa con el padre que ha sido arrestado, va construyendo los materiales de su vida. Esta novela va contando cómo la gente va creciendo en su dignidad, en su ingenio... en su alegría y, a pesar de todas las tormentas, encuentra a través de la fantasía y la imaginación recursos para desplazar al dictador.
Llama la atención el tono que emplea el narrador en su relato.
Los narradores que son jóvenes no tienen grandes recursos expresivos, no están muy pendientes de la elaboración artística; es una voz fresca y sencilla. Es muy diferente al estilo que emplea el narrador cuando cuenta, con ironía, la historia del publicista que tiene que encontrar el corazón de la campaña del no para agitar el alma de los chilenos y conducirlos a la libertad.
¿Qué le ha aportado el cine?
Me proporciona una gran alegría saber que mi obra ha servido de inspiración a grandes directores como Michael Radford («El cartero y Pablo Neruda», 1994) o Fernando Trueba («El baile de la Victoria», 2009). Ellos han hecho con mis obras sus propias creaciones. Cuando acepto ceder los derechos de adaptación de alguna novela al cine, siempre averiguo quién es el director y si el director me gusta le doy todas las facilidades para que haga lo que quiera con mi obra.
Mis novelas pasan a ser un instrumento dentro de una orquesta que debe ser guiada por el director con la ayuda de los actores y todos los técnicos que participan en ella. El texto original es uno más de los protagonistas de un proyecto colectivo de gran envergadura como es la creación de una película. No debe ser el principal, muchas veces me da un poco de ternura ver que algunos autores reniegan de aquellas películas que han plasmado sus libros. Hablan de traiciones y de ello precisamente se trata. El director debe traicionar el espíritu de la novela para hacer otra cosa distinta. La literatura es literatura y el cine es cine. Ésta, al menos, es mi actitud. Yo sé que cuando he terminado una novela, le estoy ofreciendo al lector un diálogo. Eso es lo máximo que yo puedo rendir. Todo lo que venga después ya es obra de un colega al cual yo debo dar mi apoyo, cariño, confianza y, sobre todo, admiración.
¿Qué siente el escritor cuando ve su obra reflejada en una pantalla?
Es una sensación fantástica ver encarnados en seres reales a unos personajes ficticios. Es deslumbrante redescubrir a tus personajes con la fisonomía de actores como Philippe Noiret y Massimo Troisi en «El cartero y Pablo Neruda» o con la del argentino Ricardo Darín en «El baile de la Victoria». Con sus interpretaciones ellos aportan nuevos matices que a mí se me escaparon. K.L.