Antonio Alvarez-Solís Periodista
El caudillaje
La política española, «profundamente penetrada de caudillaje», ha conocido, en palabras del veterano periodista, un nuevo capítulo en esa misma dirección con la elección por parte del PSOE del «caudillo Rubalcaba» como próximo candidato presidencial. Afirma que los caudillos españoles siempre han sido «pequeños, de vuelo vecinal, sin proyección ideológica alguna» y que con Rubalcaba ha primado el «caciquismo». Analiza los retos a los que se enfrenta, también ante la nueva realidad política vasca. Considera que los españoles detestan al caudillo, pero también lo necesitan, y concluye afirmando que cambiarlo es cuestión de madurez y de mucho tiempo.
Lo que convierte en una sustancia deletérea la política española es que está profundamente penetrada de caudillaje. El español no suele creer en si mismo, lo que quizá trata de solventar con arrebatadas adhesiones personales envueltas en trastornos patrióticos. El español nace delegado. Esto, repito, corrompe la política española y la hace inmanejable para un espíritu democrático. No se trata, empero, de un caudillaje insólito, significante de una época. La política española no ha producido nunca grandes autócratas, como ha ocurrido en otros estados europeos que se sirvieron de tales personajes para abrir, aunque a un precio sangriento, algunas puertas a las sucesivas modernidades.
Los caudillos españoles siempre han sido pequeños, de vuelo vecinal, sin proyección ideológica alguna. Franco, por ejemplo, no llegó siquiera a fascista. No albergó nunca un gran sueño para su pueblo, aunque fuera enloquecido y criminal, como sucedió con Hitler o Mussolini, ni redactó un catecismo de ideas trascendentes a su propia personalidad.
Decía Ortega que Franco entendió el poder como ocupación física de la sede -sedere, «sentarse»-, por lo que no gobernó con la cabeza, sino con las posaderas. Le gustaba tocar timbres y reclamar a sus asistentes para que le administraran el huerto ensangrentado y de renta corta. Era un caudillo elementalmente colonial, como quizá haya que deducirlo de algunos signos externos, el más evidente de los cuales era su escolta mora. Gobernaba de lunes para martes y transmitió a muchos españoles ese sentido de paternalismo y placidez que tanto ensalzan los prohombres del Partido Popular, que jamás, sea dicho de paso, han condenado la era cruel del ferrolano.
Pero en este billete, que escribo al margen de esa españolidad que rechazo, no se trata de los «populares» sino de los socialistas, como así se autodefinen. Es decir, trato de reflexionar sobre el caudillaje socialista, que no llega -¡quite usted allá, por Dios!- al jacobinismo centralista con que gobernó Robespierre, grandeza sobre un soberbio volcán, sino que nos coloca ante un caciquismo de campanario y Santa Hermandad. Pensaba en ello mientras leía la mostrenca literatura en torno a la elección del Sr. Pérez Rubalcaba para suceder al Sr. Zapatero, que quizá deje esa herencia como forma de venganza frente al Partido que lo ha abandonado en sus postrimerías. Es decir, el PSOE ha elegido un caudillo a la española, con todos los ribetes de orfandad ideológica, de inconsistente política y de cortedad de vuelo que caracterizan a los caudillos españoles, más de Corte de Rávena que de sede imperial romana. Ese nuevo caudillo a cuyos pies han sacrificado una virgen política para satisfacer al templo, será el encargado, entre otras cosas, de vadear la nueva realidad política vasca, ante la que desenfundará el cuchillo de la Ley de Partidos o procederá a recoger las nueces que desprenda el árbol, ya decididamente pacífico, de ETA. Dependerá de la hora la elección de camino.
En cualquier caso el vaso político del Sr. Rubalcaba estará a buen seguro envenenado, lo que no se sabe aún es a quien le será ofrecido para que beba. Tal vez toque un trago al Sr. Patxi López, que bien se lo podría pasar al Sr. Ares. No creo que en Ferraz o en Lakua habite el noble espíritu de Sócrates. Se puede añadir que la paz definitiva en Euskadi, que tras las recientes elecciones iniciará indefectiblemente el áspero camino hacia la gran esperanza vasca de la libertad, será el único triunfo que podrá aportar el nuevo líder socialista, si no ante España sí ante Europa, tras tantos años de maquinaciones fronterizas con el Código Penal. Lo demás -el drama económico, el naufragio democrático, la connivencia con la banca corrupta- se barrerá hacia el exterior del Gobierno de Madrid, si a ese gobierno llega, con el argumento de que es polvo soplado desde otros horizontes. De momento el Sr. Rubalcaba se limita a prometer «un nuevo proyecto» para recuperar el perfil social que ha de tener el socialismo.
Me pregunto si hablar de cambio y renovación en tales términos no crucifica escandalosamente al aún presidente Zapatero, lo que, por cierto, estaría dentro del comportamiento histórico del Sr. Rubalcaba.
¿Y qué hará el Sr. Rajoy ante este movimiento en el ajedrez político español? La victoria sobre el Sr. Zapatero ya la tenía en la mano, pero la situación va a cambiar notablemente. Los españoles que se habían quedado sin caudillo volverán a tenerlo. Y la novedad podría retornar seguramente su voto. El Sr. Zapatero, que es un leonés de garbanzal, sabe que a una gran masa de izquierdistas españoles, socialistas prêt-a-porter, la carta escondida en la manga les subyuga siempre de acuerdo con la tradición de Monipodio. Para estos españoles el caudillo que llega y reclama su adhesión no cabalga además el imponderable y gran caballo blanco de Clavijo sino que ofrece la sugestiva posibilidad de una sota de bastos surgida de la manga. Ah, el gusto español por la pícara habilidad.
Y esa sota la ha exhibido el Sr. Zapatero al dejar súbitamente sobre la mesa la figura oblicua del Sr. Rubalcaba, que a partir del lunes jugará contra sí mismo en las primarias del Unicornio. Bien, pues ahora el Sr. Rajoy tendrá que redefinir su política con toda urgencia sobre la base de proponer alguna modernidad para la que sus huestes no están preparadas -asunto de las libertades catalana y vasca, por ejemplo, entre otros capítulos a tener en cuenta- o echar mano de la vieja sastrería y tocar arrebato desde la torre sacristana de la vieja España. Van a ser diez meses vertiginosos, con líderes que consultarán a cada hora el parte meteorológico por si sobreviene el turbión salvador, porque en España lo que eleva a los dirigentes es el arrebato del turbión.
Dar apariencia democrática al secular caudillaje va a constituir el premio en la cucaña de las próximas elecciones. Es decir, ambos contendientes se verán en la necesidad de recurrir a la paradoja franquista de la democracia orgánica. Y esta estrategia no funcionará si no inventa cualquiera de los dos caudillos una encandiladora metáfora para el paro, un decorado atractivo para cubrir la ruina de los beneficios sociales, un lenguaje que disimule la venta de la sociedad a la Banca, una dinámica sin movimiento. La posibilidad de incidir positivamente en cualquiera de las necesidades señaladas es prácticamente nula si la tarea ha de realizarse en el marco del sistema vigente. El mismo gobernador del Banco de España, Sr. Fernández Ordóñez, ha renunciado a su uniforme socialista y ha dicho que el remedio del paro solamente puede consistir en una rotación vertiginosa del empleo que repare al menos la fachada estadística: hablar de empleos en vez de empleados.
En cuanto a las crecientes privatizaciones previstas en las áreas de la cultura, la sanidad o el transporte no harán otra cosa que asignar unos beneficios cancerosos a las empresas que se apropien de las superestructuras de estos sectores, mientras el país tendrá que hacerse cargo del enorme gasto que suponen los cimientos que sostengan las mismas a través de los presupuestos públicos.
El problema final que plantea la nueva y raquítica jugada que eleva al caudillaje socialista al Sr. Pérez Rubalcaba va a consistir en la capacidad de absorción que tengan los españoles. Cuando leo los numerosos mensajes que envían a los periódicos sus lectores, mi esperanza en que el español renuncie a su fe de carbonero en los personajes volanderos disminuye mucho. Creo que detestan al caudillo, pero también creo que lo necesitan. Es cuestión de madurez. Y eso necesita mucho tiempo.