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Jesús Valencia, Educador social

Y ahora ¿qué?

También los partidos vascos se enfrentan a una disyuntiva crucial. ¿Se incorporarán a la torrentera transformadora que desciende por las laderas de nuestras montañas? ¿Incrementarán con su caudal los regachos soberanistas que van a traer la paz?

Como otros pueblos que ya se emanciparon, también nosotros sufrimos los excesos de una España intratable; empeñada en ahogar las reivindicaciones vascas aun a riesgo de hacer saltar por los aires su propia constitucionalidad. Diez años de atropellos e ilegalizaciones no han conseguido ahogar los anhelos libertarios de Euskal Herria. Quisieron doblegarnos con violencia y, una vez más, han provocado una avalancha de dignidad (un pueblo al que no le gusta encadenar no soporta las cadenas que otros tratan de imponerle). La tenacidad de esta pequeña y embrionaria república ha desarbolado sus bajeles. Seguimos soportando sus habituales andanadas pero el PSOE, almirante fracasado de la actual «armada invencible», navega a la deriva.

Las urnas, aunque españolas, se han hecho eco de un pueblo vigorosamente vivo. La Ley de Partidos cuenta en nuestra tierra con incontables detractores; acostumbrados a ventilar nuestros asuntos en batzarras igualitarias, no admitimos que señoritos foráneos decidan quién puede votar y quién no. España mantiene bajo mordaza a 40.000 paisanos y otra remesa de nuevas gentes ha ocupado el lugar de las proscritas. ¿Continuidad delictiva? Algo mucho más grave: entusiasmo colectivo y proyecto nacional. Los anhelos de justicia y soberanía han desbordado los cauces establecidos; la imaginación se ha desatado y la creatividad se ha expandido como estallido contagioso. Miles de personas anónimas se han aprestado a gestionar las instituciones y a gestionarlas bien; cuentan en su currículo con el aval de la honradez y la generosidad; llegan sin prepotencia ni ambiciones, eximidas de toda sombra de corrupción y dispuestas a combatirla; su programa -que tantas adhesiones ha suscitado- se sustenta en la buena opinión que tienen de ellas quienes les conocen de cerca. 316.000 votos han refrendado su propuesta; las 316.000 razones que barajaban quienes intentaron desesperadamente prostituir las urnas para que no dejasen al descubierto esta realidad.

Y ahora ¿qué? España vuelve a enfrentarse a un dilema trascendental y permanente: o democracia o desvergüenza; reconocer la evidencia de un pueblo diferenciado o seguir machacándolo con la vaga esperanza de que otra nueva arremetida acabe por conquistarlo; abrir de para en par sus balcones para que entre el aire de una democracia fresca o asfixiarse todavía más en el hedor de sus fantasías imperiales. También los partidos vascos se enfrentan a una disyuntiva crucial. ¿Se incorporarán a la torrentera transformadora que desciende por las laderas de nuestras montañas? ¿Incrementarán con su caudal los regachos soberanistas que van a traer la paz? ¿O, por el contrario, reforzarán con sus votos las represas con las que el PSOE y el PP pretenden impedir la normalización?

Hemos vuelto a demostrar el caudal de energía con que contamos. No hay muros capaces de contener la fuerza arrolladora de un pueblo que aspira a ser libre. La nueva avalancha soberanista ha hecho rodar por el lodo a un arrogante PSOE que pretendía inmovilizarnos. Y ha barrido a grupúsculos reaccionarios que se prestaron a frenar el impulso creativo de su propio pueblo.

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