Antonio Alvarez-Solís | Periodista
El rabo de la mosca
Todo esto ha convertido el discurso de las ideas políticas en actuaciones de riesgo penal muchas veces tremendamente elevado. Por su parte, los tribunales destilan con harta frecuencia una desquiciada y enrevesada literatura en torno al hecho justiciable, lo que sustituye a lo que debiera ser una exposición simple y lineal al alcance de cualquier ciudadano honrado.
El Tribunal Supremo del Reino de España ha absuelto a cuatro neonazis condenados por la Audiencia de Barcelona por elogiar al Tercer Reich y verter opiniones favorables a la eliminación de los judíos y a la discriminación de colectivos de negros u homosexuales ¿Y por qué ha casado el Supremo esta sentencia de la Audiencia de Barcelona? Pues muy sencillo: porque la Constitución española «no prohíbe las ideologías» y «porque las ideas, como tales, no deben ser perseguidas penalmente, aunque sean execrables». ¿Se ha encendido una luz en el Tribunal Supremo de España? Pues ahí está la cuestión. El Tribunal Supremo español decidió no hace mucho ilegalizar una coalición política como Bildu basándose en que la coalición nacionalista era sucesora de Batasuna y Batasuna había sido ilegalizada por expresar ideas que, al parecer, convergían con postulados ideológicos de ETA.
Pero ahora dice el Tribunal Supremo del Reino de España: «Al resguardo de la libertad de opinión cabe cualquier (idea) por equivocada o peligrosa que pueda parecer al lector, incluso las que ataquen al propio sistema democrático. La Constitución protege también a quienes la niegan». Y el lector reflexiona sobre el hecho de que Bildu ni siquiera negaba la Constitución sino que se limitaba a defender el derecho de urna para el pensamiento nacionalista.
En definitiva la mosca sigue volando y hay que atarla por el rabo que dejan libre los magistrados del Tribunal Supremo de España. Pero los magistrados de ese Tribunal se dan cuenta de que algo no funciona en su exposición doctrinal y proceden a enhebrar «peros» y «distingos». Examinémoslos, aunque no sea más que por atar a la mosca por el rabo.
Y dicen los magistrados: La libertad ideológica y la libertad de expresión «no alcanzan a cobijar bajo su protección la utilización del menosprecio y del insulto contra personas o grupos o la generación de sentimientos de hostilidad contra ellos». La niebla empieza a aparecer. Los neonazis están ya absueltos, pero ¿acaso no han menospreciado e insultado a personas o grupos y han generado sentimientos de hostilidad contra ellos? Pues parece que no ¿Y lo han hecho los nacionalistas de Bildu? Pues parece que sí. La mosca se revela como antinacionalista vasca.
Y añaden los magistrados: «No basta con difundir doctrinas que justifiquen el delito de genocidio o que mediante afirmaciones u opiniones favorables lo disculpen o lo vengan a considerar un mal menor. Es preciso, además, que, por la forma y ámbito de la difusión y su contenido, vengan a constituir una incitación indirecta para su comisión o que supongan la creación de un clima de opinión o de sentimientos que den lugar a un peligro cierto de comisión de actos concretos de discriminación, odio o violencia contra los grupos o integrantes de los mismos». ¿Ha hecho todo eso Batasuna y lo ha heredado Bildu para merecer una sentencia condenatoria del Tribunal Supremo español que elimina ambas expresiones ideológicas del debate político? No parece.
El lío es colosal. Los argumentos para enjuiciar lo que es legal o ilegal en el orden de las ideas se convierten en polen histamínico. Escuchen lo que puede ser delito: que «por la forma y ámbito de la difusión y su contenido (las ideas) vengan a constituir una incitación indirecta para su comisión (la del delito) o que supongan la creación de un clima de opinión o de sentimientos que den lugar a un peligro cierto de actos concretos de discriminación, odio o violencia» ¿Cómo se concretan todos estos términos?: «Clima de opinión», «sentimientos que den lugar...». Todo es delicuescente, especioso, extravagante... La mosca relee y se mira el rabo. El riesgo no está en los neonazis sino en Batasuna y Bildu, al que ha tenido que salvar in extremis el Tribunal Constitucional, sobre cuyos magistrados pesa ahora la mirada oblicua de socialistas y «populares».
En una palabra: ¿cómo ha entenderse la libertad para las ideas? ¿Pueden constituir delito o no deben constituirlo? Depende. Antes, cuando el Derecho burgués era más considerado a fin de no acumular más persecuciones de aquellas que le eran propias, las ideas no contenían sustancia penal y la persecución jurisdiccional se limitaba a los hechos físicos que entrañaban daño para las personas o los bienes. Las ideas eran libres. Con esta doctrina en la mano se iba protegiendo, hasta un límite apreciable, la posibilidad de apertura al futuro y el camino de la libertad. Los gobiernos solían esquivar estas normas protectoras de la seguridad civil manejando con una determinad amplitud la brutalidad de las fuerzas de orden público. Luego las cargas y las acometidas se convertían en materia de discusión política y algunos gobernantes perdían sus poltronas.
Pero los magistrados no entraban en el juego de la filosofía política de los partidos sino que se limitaban a intervenir por denuncias, normalmente de daños, hechas por los perjudicados en las alteraciones callejeras de la normalidad.
La gente salía a la calle para recriminar la violencia gubernamental y cantaban los estudiantes revoltosos en la Universidad cosas como ésta: «Don Millán es un fantoche/ director de policía/ que ya no duerme esta noche/ pensando en la cesantía». El fascismo no había penetrado hasta la médula de la sociedad, como ocurre ahora, y los analistas no tenían que atar moscas por el rabo. Fue una época feliz para las moscas.
En la general historia política que me tocó estudiar en su día, y a la que sigo dando vueltas, no recuerdo tantos retorcimientos ideológicos como los practicados hoy a fin de convertir en materia forense el simple hecho de pensar. La gente se daba palos con alguna frecuencia en encuentros vivos acerca de la gobernación de la cosa pública. La pasión llegaba a mostrar armas en algunas ocasiones. Los gobiernos utilizaban las fuerzas de orden público con dureza en numerosas circunstancias, pero no solía elevarse a crucigrama doctrinal lo que parecía de comprensión sencilla, como es el hecho de que el ser humano es, ante todo, su pensamiento.
En España se dio la especial e infortunada circunstancia de que el dictador de los cuarenta años recurrió a la artimaña de convertir los tribunales en brazo ejecutor de su infame gobernación, lo que creó una estructura que ahora padecemos con la misma habitualidad lamentable que se produjo en sus tiempos.
Franco rebajó el llamado poder judicial a unos niveles irrisorios, de los cuales no ha podido levantarse apenas. De ahí surge una literatura forense muy azarosa y desnuda de calidad jurídica. Quizá esta realidad haya de superarse inyectando en el marco jurisdiccional dosis altas de sustancia cívica. La misma elección popular del ministerio fiscal constituiría un paso de valor profundo para desvincular el ministerio público de su corrupto manejo por el poder ejecutivo.
Otra zancada importante consistiría en restaurar el valor de los jueces naturales, ahora disuelto por la intromisión de los tribunales especiales, que exudan un visible poder político. Los tribunales especiales, como es la Audiencia Nacional, alejan de la calle los estrados y convierte el proceso judicial en una mecánica siempre escandalosa a los ojos de la ciudadanía.
Todo esto ha convertido el discurso de las ideas políticas en actuaciones de riesgo penal muchas veces tremendamente elevado. Por su parte, los tribunales destilan con harta frecuencia una desquiciada y enrevesada literatura en torno al hecho justiciable, lo que sustituye a lo que debiera ser una exposición simple y lineal al alcance de cualquier ciudadano honrado.