Envidio el entusiasmo de los que siguen las sagas sin desánimo, esperando que la nueva entrega supere a las anteriores, incluso disfrutando del final condicionado a las futuras continuaciones o derivaciones, porque de todo hay en «X-Men». A mí me resulta agotador, por ser de los que prefieren otorgar a cada película una entidad propia, independientemente de que pertenezcan o no a un serial. Reconociendo que no queda otro remedio que admitir que «Primera generación» es un vehículo para renovar otra de las franquicias Marvel, en este caso propiedad de la Fox, hay que admitir igualmente que la maniobra ha resultado de total eficacia rejuvenecedora. Matthew Vaughn ha rendido al máximo, adaptándose a las limitaciones creativas de una gran superproducción con talento. No se podía hacer más de lo que él ha hecho, sabiendo que no gozaba de la misma libertad que en «Kick-Ass», donde sí pudo dinamitar la carga ideológica de las películas de superhéroes. Aún así, se le sigue reconociendo como autor dotado de personalidad, gracias a toques de humor paródico e ironías puntuales.

La mayor aportación del cineasta británico a «X-Men» es la dinámica de cine de acción sesentero que ha sabido introducir, sin que la estética «retro» de inspiración Bond choque con el protagonismo de unos mutantes representados mediante efectos digitales de última generación. Toda esa espectacular amalgama se adecua a la pretendida reinvención de la historia, al dar una versión fantástica, de puro cómic, de lo que fue la Guerra Fría y el mundo del espionaje asociado a dicha coyuntura. En cuanto al desarrollo interno se refiere, la frescura de los personajes asociada a su representación juvenil es fruto de un casting muy cuidado. El que más juego da dentro del reparto coral es Michael Fassbender, por la ambigüedad con que guía los pasos de un héroe destinado a convertirse en el villano Magneto, aunque todavía no llega a rivalizar con un James McAvoy que se mantiene en pie hasta el final del show.