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Antonio Alvarez-Solís Periodista

La venta de una nación

Además de la «exquilmación tan ruda como prepotente de la población griega», en opinión del veterano periodista han ocurrido dos hechos de extraordinaria trascendencia en Grecia, su «venta» en el explosivo y nuevo mercado del colonialismo y la «muerte definitiva del socialismo como expresión de la izquierda». Alvarez-Solís analiza en profundidad las implicaciones de la situación griega y defiende la solución de la salida de la Unión Europea y el manejo de su propia moneda. Y finaliza advirtiendo de que ahora proseguirá «la venta de la ribera mediterránea».

En Grecia acaban de ocurrir dos cosas de extraordinaria trascendencia: la venta de una nación en el explosivo y nuevo mercado del colonialismo y la muerte definitiva del socialismo como expresión de la izquierda. Insisto, en Grecia se ha creado una nueva colonia y esta vez a costa de un pueblo ilustre en la historia por crear el pensamiento moral y la democracia. Los «persas» no han sido detenidos esta vez en Salamina y la ciencia económica ha dejado de constituir una epistemología moral para mostrarse ya sin tapujos como un artilugio siniestro, como un arma de asalto de los bárbaros actuales. La destrucción de la vieja propuesta ética, que entendía la sociedad como una retícula de valores esencialmente protectores del ser humano, ha sido radical por parte de los grandes y poderosos estados, que actúan como punta de lanza de la voracidad de los depredadores. El Estado ha renunciado a su función distributiva, siquiera fuera mínima, para entregarse a la administración decididamente escandalosa de unos intereses antihumanos.

Las máscaras que velaban este siniestro festín han desaparecido de los rostros a la luz del día y han dejado al descubierto las almas de todos los que se enfrentan en un duelo ahora ya sin coartadas: las almas de la ciudadanía que sufre el despojo y las almas de aquellos que reprimen, con las armas y las leyes, a esa ciudadanía a la que, además, acusan los poderosos de abuso, extralimitaciones y desgobierno de su vida cotidiana. En esta batalla queda de relieve el auténtico perfil de los sacrificados así como el execrable propósito de quienes alimentan la herramienta de muerte que manejan no solamente los poderosos sino quienes les sirven a sabiendas de la injusta causa que protegen.

Esto último alcanza -¿por qué no?- a quienes derraman sangre y esparcen dolor en nombre de la cínica doctrina de la obediencia debida. Cuando un pueblo es puesto en venta nadie que proteja ese siniestro negocio está libre de culpa. La responsabilidad se derrama en una inmensa cascada. Es hora ya de que quienes tienen la obligación de servir al pueblo estén con el pueblo.

La exquilmación tan ruda como repugnante de la población griega despoja de cualquier legitimación a los dirigentes de las estructuras financieras, a los Parlamentos que les facilitan la ley adecuada para su crimen social, a las instituciones que han expropiado el sello popular que debía garantizar una gobernación realmente democrática, incluso a la mismas iglesias que únicamente se valen de argucias como la resignación ante lo supuestamente inevitable.

Esa exquilmación justifica de pleno el levantamiento popular. La legalidad precisa una nueva legitimidad. Es cierto que los griegos comunes, el «uomo qualunque», son también responsables de haber bebido la copa de las teorías que ahora les destrozan, pero la entrega de toda una nación a un destino tenebroso exige unas responsabilidades muy duras a quienes han hecho de la sociedad actual el despojo de una vida obscena. Es más, si los griegos que iban del corazón a sus asuntos, si tender la mirada más allá del horizonte por el que venían los bárbaros, se baten ahora en la calle con todos los agentes de la represión están ganando a pulso una restauración moral que necesitaban como seres sociales. Porque los pueblos no se liberan con las leyes patentadas por la minoría que impera en todos los órdenes de la vida sino con el vigor con que reaccionen frente a la injusticia. Yo diría que en estas horas dramáticas para la vieja y acosada nación helena todos somos esencialmente griegos.

El espectáculo que ha generado la Comunidad Occidental, la europea en primer término, para exprimir hasta la última gota de la sangre griega constituye uno de los acontecimientos más vergonzosos del neocapitalismo. Se obliga al Gobierno griego a vender los bienes públicos de la comunidad como si se impusieran condiciones draconianas tras una guerra perdida. Se van a forzar los impuestos sobre las masas de un modo medieval. Se rebajará la calidad de los servicios sociales, entre ellos la sanidad, la educación y las pensiones, de un modo humillante, retornando a miserias inconcebibles. Se van a empobrecer los salarios hasta la mínima posibilidad vital. Los despidos se están masificando hasta la frontera más sensible. Sangre, sudor y lágrimas.

Hagamos recuerdo de la frase que siempre fue empleada, incluso por Churchill, para vender a la infantería popular su inicuo sacrificio. Esas frases han constituido casi siempre un veneno tan poderoso como cínico.

Podemos sin escándalo formular ya la gran pregunta: ¿Y toda esta inmensa tragedia que incrementa colosalmente el infortunio humano a quién se debe realmente?¿Al hombre desmedulado por una larga y siniestra doctrina? ¿Qué se ha conseguido con la piramidalización de los poderes? ¿Qué con la invención de monedas convertidas en grilletes y que únicamente sirven de ganzúa a las grandes potencias? ¿Qué hay tras esos mercados convertidos en universales para la expansión inicua de unos cientos de empresas y que no han ayudado nunca el crecimiento de los débiles, cuyas minorías gobernantes se postran reverentemente ante altares ajenos? ¿Quién es el loco o el impostor que se atreva a hablar del significado de su modesta bandera, convertida en trapo de colores que sirve únicamente para envolver a los muertos que han sido producidos en mercado de guerras multipolares?  

Y han sido los socialistas del Sr. Papandreu los que han decidido envolver para regalo a las masas griegas, mientras la oposición conservadora juega a un cínico amor por los ciudadanos que se derraman por las calles defendiendo lo que les queda. Derecha en la que figuran los banqueros, los grandes empresarios, los inversores que navegan en corso, los que quieren salvar la deuda pública porque en ella se han cobijado contra los intereses de su propio pueblo ¡Oído, España, que veremos, lo estamos viendo ya, ese potaje servido por unos y otros en la mesa de la mayoría ciudadana! A mí me maravilla que se siga diciendo por los poderosos y que se siga creyendo por los esquilmados que el camino para la redención social pasa por apretar el cinturón del necesitado y por sanear y reforzar el poder de las grandes instituciones financieras ¿Ahora hay que salvarlos de su propio estropicio?

Si fuéramos sensatos en la calle, que no parece que haya reventado con estruendo aún, exigiríamos la liberación de cada pueblo, la instauración de una economía social, la restauración de una jerarquía de valores, la entrega del protagonismo político a quienes sufren tanto dolor envuelto en tan criminales teorías, el retorno de un poder cercano y cuidadoso de las cosas.

Grecia puede salvarse con su salida de la Unión Europea. Grecia puede salvarse manejando libremente su propia moneda; se podía haber devaluado. Grecia puede reflotar buscando nuevos aliados y distintos marcos de comercio y expansión. Grecia no estaría en trance de morir como sociedad humana y libre si se le permitiera desengancharse del carro por el que tira asfixiadamente para beneficio de Alemania, de Francia, de Inglaterra, del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial, del Banco Central Europeo y de todas esos grandes vehículos a los que nos han uncido con el engaño doctrinal, la manipulación económica y con el aparato de fuerza militar que nos vigila en el interior de la finca.

Ahora proseguirá la venta de la ribera mediterránea para beneficio del norte apolillado. Italia, España, Portugal... Y millones de ingenuos seguirán creyéndose culpables por no seguir el consejo de los grandes sacerdotes que pasan todos los días por contaduría para recoger los beneficios.

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