Tras una inusitada entrega de galardones (a la que no asistió por despiste el grupo francés ganador del segundo premio), los integrantes del trío del danés Carl Winther, vencedores del concurso de grupos, repitieron, en líneas generales, el concierto del pasado domingo, pero a un nivel de revoluciones más bajo. El relax derivado de saberse ganadores se apreció en varios de los temas que nos habían parecido excesivamente espitosos; su interpretación revistió una contextura menos arriscada desde un principio, con lo que la influencia de Sbjorn Svensson se hizo todavía más perceptible en la construcción de las piezas, con esa tensión progresiva, creciente, hasta el clímax y la repetición del motivo principal. Sin duda fueron los que más arriesgaron, interpretando un repertorio completamente propio, aunque sea discutible el acierto de algunos de sus temas.

A continuación, y para clausurarlo, otra de las presencias rutilantes de este festival, Branford Marsalis, quien, fiel a su carácter, se mostró excesivo y enciclopédico, como casi siempre. Su dúo con Joey Calderazzo, para comenzar, presagiaba lo peor: delicados bostezos ante una música demasiado sutil y cada vez menos disimulados vistazos a la hora. Pero la entrada del cuarteto en escena fue un verdadero toque a rebato, un zafarrancho de ritmo. Recordando por su atildado aspecto al Modern Jazz Quartet, este fabuloso cuarteto (no pierdan de vista a ese batería portentoso, Justin Faulkner, cada uno de cuyos golpes está cargado de intención) empezó atizándonos una generosa dosis del viejo y maravilloso swing, para pasar casi sin solución de continuidad a un tema de hechuras absolutamente contemporáneas en el que Branford protagonizó un solo coltraneano, entregado y furibundo. Y de pronto, el furor dio paso a la caricia: en un contraste tremendo, con Marsalis empuñando el soprano y Calderazzo desgranando lo que parecían retazos de música clásica romántica, la piel de gallina se extendió por la plaza Biotz Alai ante una balada de extremado lirismo, que a algunos se les antojó hasta excesivo.

Resumiendo: asistimos a un vaivén estilístico y emocional que no dio tregua al respetable, zarandeado y sorprendido ante las siempre cambiantes propuestas sonoras de este virtuoso empeñado en dejar bien claro que sabe y puede tocarlo todo. Un exceso, culminado a la una menos veinte de la madrugada, que dejó al público tan satisfecho como exhausto.

Y así, más sabios que cuando lo comenzamos, terminamos este viaje por la XXXV edición del jazzaldi getxotarra, una de las más extraordinas que recuerda nuestra memoria. Será difícil superarla. Pero si sucede, estaremos allí para verlo.