Elena Martínez Rubio | Doctora en Filosofía
«El cielo no tiene frontera»
El río Nadiza discurre aquí algo severo y frío, cortando montes boscosos y escarpados, entre los que asoma a duras penas una aldea en lo alto rodeada -sitiada ya- por la vegetación. En ésta quedan todavía una familia o dos, en aquélla vive un hombre solo, a la otra vienen, únicamente en verano, los descendientes de emigrados. Más allá no hay nadie.
Las casas y construcciones de piedra, completamente abandonadas, muestran los últimos intentos de sus habitantes empobrecidos por permanecer: tejados remendados con hojalata, plásticos cubriendo agujeros y desperfectos, cemento pegado sobre los muros. No son signo de dejadez o de tristeza, sino más bien expresan la voluntad de resistir y mantener un antiguo modo de vida arduo, pero grato a la vez. Allí, muy a lo lejos, está brillando el Adriático y en una esquina solitaria, damos aún con una silla maltrecha, colocada un día para disfrutar de la vista al sol.
Parches, restos y materiales precarios son, especialmente en los últimos valles fronterizos del Nadiza al noreste de Italia, ejemplo extremo de un esfuerzo gigantesco por curar y tapar heridas. Prueba máxima de la lucha por sobrevivir que, en general, han llevado los eslovenos del Friuli. Descendientes de aquellos pueblos eslavos que a lo largo del siglo VII se fueron asentando en esta zona de los Alpes Julianos, son los herederos de una cultura que hoy parece desvanecerse melancólicamente, casi sin ruido.
A través de la historia, la llamada Schiavonia quedó separada de las otras provincias eslovenas, consiguiendo defender su autonomía y forma particular de gobierno, también en tiempos de la República de Venecia. De acuerdo con la vieja ley, cada pueblo elegía a sus representantes en asamblea, los cuales formaban consejos que se ocupaban de la justicia y de la administración. Sin embargo, la unificación de Italia y el siglo XX convirtieron su vida en una pesadilla que acaso no tiene vuelta.
«¿Qué hacer de estos lugares? Demasiado tarde, tal vez», dicen los que no se han ido, amables y hospitalarios, aunque un tanto taciturnos. Al mismo tiempo, nos describen cómo era el paisaje alrededor hace unas décadas. Prados con ganado pastando, donde ahora crece el bosque cerrado. Frutales y diminutos cultivos en terrazas sacando provecho al terreno, ahí donde vemos bajar piedras rodando por la ladera. Ancestrales caminos de losas, por los que avanza veloz y segura la maleza. Y esas plazas deshabitadas, con las casas formando un círculo, donde todos reunían y guardaban sus animales.
En este vacío humano y espesura vegetal sólo se oyen cantos de una multitud de pájaros. Los osos también se acercan confiadamente desde Eslovenia, ignorando fronteras.
Un conocimiento minucioso del terreno permitió a muchas generaciones salir adelante modestamente en un medio duro, sin destruirlo. Usos, creencias y celebraciones peculiares además, que se están perdiendo. Y un idioma propio, variante arcaica del esloveno. Lo hablan unos cuantos miles. Pero las huellas de su identidad son tan discretas, están tan arrinconadas en los pequeños valles del Nadiza, que cada una adquiere en el presente, dada la difícil situación, un mérito extraordinario. Los nombres de los sitios, frases sueltas oídas al azar. O las imágenes descoloridas de fiestas y carnavales, y los recortes de artículos en su lengua pegados en las paredes de una taberna ya cerrada, que el tabernero, jubilado, se ha ofrecido a abrir...
Con todo, la historia es mucho más trágica y despiadada de lo que suena en boca de sus protagonistas. Al visitante no dejan de salirle al paso señales de guerra y enfrentamiento. Los espantosos monumentos de la Primera Guerra Mundial, en pie desde la época de Mussolini son, en efecto, con sus escalinatas y reproducciones de bombas en cemento a modo de cierre «estético», un verdadero ensalzamiento de lo militar. Y luego están las banderas italianas, izadas por nacionalistas de hoy en cualquier cruce. Que a ninguno se le ocurra olvidarse del régimen que lo domina y administra.
La tierra misma está mutilada, rota en el paso hacia las cimas. Kilómetros y kilómetros de trincheras, búnkers, agujeros, túneles y destrozos. Es la línea de un espeluznante frente en que murieron entonces miles y miles de movilizados.
Desde la cumbre de Velika baba, o monte Mataiûr, -dividida en dos países y testigo del exitoso debut bélico de Rommel-, pueden verse, muy próximas, las crestas nevadas de Es lo venia, de mayor envergadura. A sus pies, las aguas turquesas del río Soca, -el Isonzo de las doce batallas sangrientas- que debido a su importancia estratégica, fue escenario de tantas pérdidas.
Hombres de una palidez mortal quejándose, echados sobre camillas en el suelo de los vagones, gimiendo y bañados en sudor, tratando de coger aire en medio del espeso olor a yodo y excrementos», escribió Stefan Zweig en su libro «El mundo de ayer» sobre los trenes que venían del campo de batalla, denunciando la mentirosa propaganda belicista y patriótica que acompañaron la primera guerra industrial del siglo. «...Ninguna sábana blanca y esplendorosa como en las fotografías.?Lo que cubría a la gente echada sobre paja, o en las rudimentarias camillas, eran sangre y vómitos, y en cada vagón iban varios que mientras tanto habían muerto, entre agonizantes que aún gemían.»
Años más tarde, los fascistas prohibirían el uso de la lengua eslovena, «traduciendo», italianizando, o cambiando nombres. Y dando fuego a bibliotecas y entidades culturales autóctonas. Iniciada la Segunda Guerra Mundial, nuevamente fueron reclutados los hombres. Muchos huyeron, o pasaron a la resistencia, mientras los nazis tomaban horrible venganza en la población civil. ¿Cómo levantar cabeza? El despoblamiento continuó.
En la posguerra, la existencia de Yugoslavia y el Telón de Acero volvieron sospechoso y enemigo en potencia -o bien, susceptible de ser convertido, bajo presión, en colaborador- a cualquiera que hablara el esloveno. Una red de espionaje pudrió y enrareció los pueblos rurales de la frontera. Los que ejercían el tradicional oficio de vendedor ambulante y marchaban con su mercancía con un gran cesto en la espalda durante unos meses al año, no regresaban más. Un fuerte terremoto trajo mayor desolación en los años setenta. El éxodo fue irreversible. Demasiada adversidad.
Posteriormente tampoco se hizo nada por la recuperación. El descuido y olvido económico de la región, la falta de comunicaciones, no han sido, en absoluto, casuales. A pesar de todo, sí hay actualmente quien está empeñado en devolver los pueblos a la vida. Quien busca librarse del pasado asfixiante y opresivo. Quien no quiere ser puro residuo, desecho de tienta, minoría asimilada -hecha desaparecer- por estados centralistas. Así, al descender de las cimas al mermado pueblo de Topolove, nos recibe una escultura titulada «El cielo no tiene frontera», inspirada en versos de García Lorca. Gracias a nuevas iniciativas de trabajo en común, los escasos vecinos que encontramos están convirtiendo las escuelas sin niños en albergues, creando relaciones con el exterior, organizando festivales y citas internacionales con artistas.
Abajo ya, en la llanura, el río Nadiza sigue fluyendo y abriéndose paso un poco más apaciblemente. Hasta entrar en la bella ciudad de Cividale del Friuli, donde se habla una lengua que lo llama «río Nadison». Se trata del friulano, de origen románico con substrato celta, sobre el que se quisiera igualmente imponer el italiano. Son otras gentes, y las calles van tomando un aire alegre. Tan cercanas, verdes y visibles como están las montañas que acabamos de dejar atrás, en ellas late, en cambio, un mundo remoto.