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Antonio Alvarez-Solís | Periodista

La máquina humana

¿Edificar una humanidad social que controle un maquinismo venturoso o promover el maquinismo que culmine un proceso total de alienación?. Esa es la disyuntiva que Antonio Álvarez-Solís plantea en este artículo, en el que constata la agonía del sistema y apuesta porque las personas nos liberemos de la soledad al pie de la máquina política o económica y apostemos por una vida regida por la propia aventura de vivir.

Con desgraciada reiteración cada vez que el hombre idea una mecánica que le sustituya en el trabajo pierde un poco más de su humanidad. La batalla entre el hombre y la máquina la ha perdido casi siempre el hombre. La época de la industrialización que empezó en el siglo XVIII constituye una especial demostración de este aserto que sostengo con toda suerte de prevenciones. Hemos llegado al momento en que el ser humano es ya la máquina de la máquina dentro de un modelo de sociedad en que la dinámica moral que guió la hominización pierde su perfil hasta casi desaparecer. Eso los saben perfectamente los poderes que fomentan la extensión de una mecanización excluyente con la esperanza de que el trabajador deje de constituir un valor fundamental. La máquina, como fuerza elevada a autónoma, ha secuestrado la imaginación como valor colectivo hasta amortizar el discurso del pensamiento en las masas. Es más, ha suscitado un determinismo que vacía de sentido al ser humano. El hombre es ya simplemente la palanca del gran brazo del poder propietario de la máquina.

Sin embargo, y pese a todo ello, el mecanicismo ha producido también un crecimiento exponencial de saberes tecnológicos que resultan benéficos en multitud de aspectos. Ahí está, pues, el gran problema actual que me permite plantear la primera gran pregunta en esta reflexión sobre la vida presente: ¿hay que edificar una humanidad social que controle un maquinismo venturoso o hay que promover el maquinismo que culmine un proceso total de alienación? Elijamos: ¿deus ex machina o el hombre ha de ser, en tanto que humano, libertad de creación sin necesidad de la grúa que introduce en el escenario del drama humano a los dioses que nos someten a una serie de acontecimientos fatales?

No se trata de enzarzarnos en una reflexión retórica o de disiparnos en la recreación de imágenes agotadas sino de bucear en nuestro interior para descubrir el camino que nos devuelva, con dignidad, el gozo profundo de vivir, que se basa en la soberanía sobre nosotros mismos. Todo esto tiene poderosamente que ver con la libertad y la democracia.

Durante las últimas semanas los días se han poblado de movimientos políticos y financieros que sólo buscan taponar la gran brecha por donde la muerte social e individual penetra torrencialmente. Pero esos movimientos se han reducido a puras mecánicas dentro del Sistema. Inútil esfuerzo. El viejo cuerpo del Sistema aún imperante agoniza entre ritos mecánicos de resurrección, mientras el aire huele contradictoria y violentamente a parto. De ese Sistema puede decirse, sin lugar a duda, que con sus desesperados movimientos mecánicos por sobrevivir confiesa su propia impotencia para lograrlo. Es, por tanto, un Sistema muerto. ¿Pero por qué muerto? La riqueza se ha concentrado de tal modo que ya no cuenta con ámbitos en que invertirse para crear vida, aunque sea una vida esclavista. Es riqueza fija en un espejo que no refleja más que la impotencia del desesperado soñador de poder. Una riqueza sin nada en derredor con que copular para generar vida. Una riqueza que trata desesperadamente de hallar sucesión sobre un suelo que ha esterilizado. La paradoja de Midas parece evidente.

Alemania, que trasparenta desde su interior la carencia de futuro pese a su forzada respiración poderosa, aconseja a España e Italia -a las que les revientan las mamparas de protección interna como a un «Titanic» sin remedio- que procedan a vender su oro acuñado en un postrer esfuerzo que conllevará también el naufragio del viejo signo de riqueza, mientras los grandes tiburones que se revuelven en el sinsentido esperan con las fauces abiertas, nunca satisfechas, la privatización de las últimas posesiones públicas que pueden ser devoradas. Con ello proceden a exterminar lo que queda de la sociedad que alzaron en la dura y larga era del industrialismo los trabajadores que, al servicio de la burguesía, buscaban un futuro vivible.

La mecánica del oro huele a ruina. Nos hemos quedado sin cosas para responder de los pagarés. Los individuos están colgados en el aire como el bacalao para su curación. Y eso es lo que hay que recordar a los individuos para incorporarlos a una sociedad donde la vida se haga hierba a hierba, sin transgénicos mecánicos. No se trata sólo de filosofar, aunque bueno sería que caviláramos en común para edificar un mundo de todos. Los individuos hemos de liberarnos de la soledad al pie de la máquina política o económica para restaurar una vida regida por la propia aventura del vivir, sin que a la puerta de cada día nos esperen para desposeernos. Los grandes bienes, como son, entre otros, el dinero, la tierra y los elementos naturales que producen energía, han de someterse a la creadora soberanía social y no a las máquinas ideadas desde el poder. En esa fuente han de abrevar las pretensiones personales. No es lícito reclamar un esfuerzo de creación popular que haya de luchar titánicamente contra quienes manejan la gran maquinaria controlada desde la cumbre.

Y frente a ello no nos hablen los últimos falsarios de las ventajas de lo privado frente a lo público. A la vista de lo que ha sucedido es obligado solicitar un poco de coherencia en el pensamiento. Lo único que entorpece lo público es la invasión de quienes manejan la gran maquinaria de los poderosos. Porque evidentemente hay una conspiración que consiste en determinar con una mecánica perversa los precios desde el reducto de la Bolsa, la distribución desde los grandes organismos internacionales, la justicia desde las instituciones invadidas por el exclusivismo, la libertad desde una miserable teología del culto a los poderosos. Hay que devolver al pueblo el fruto de su trabajo sudoroso y a la postre despreciado. Hay que repoblar de máquinas dominadas por las masas el mundo en descomposición.

La burguesía nació del comercio, cuando la Banca era sólo un reducto de privilegiados a la sombra de las necesidades reales. Era el cauce para extender el primer consumo de carácter social. Eso creó la maquinaria correspondiente. Pero esos comerciantes fueron derivando hacia el poder puro del dinero y han llegado a despreciar la producción y el intercambio de cosas.

Un gran viajero americano escribió, y sirva como excelente pórtico de esta sencilla exposición mía, que a los chinos les abrió la puerta de la vida moderna una cosa tan sencilla como la bicicleta, una máquina profundamente dependiente del hombre-masa. No quiero decir con ello que reclamemos un futuro montado en bicicleta sino, sencillamente, que recuperemos la bicicleta cerebral a fin de rechazar la tecnología que nos incitan a creer como única creadora posible de la riqueza.

Me he preguntado repetidamente si la filosofía griega del siglo quinto antes de Cristo, que es la que aportó al mundo la gran semilla humana de la reflexión profunda, hubiera sido posible si la maquinación hubiera predominado en aquella época. Cavilar en torno a esta imagen no es en absoluto estéril. Los grandes descubrimientos repletos de humanidad siempre han partido de la libertad previa a la máquina de la que tira un trabajador alienado. Todo lo demás es explotación.

Si creemos que la humanidad aún tiene futuro -siempre lo ha tenido- hay que lograr que los pueblos manejen máquinas propias. La desinfección del dinero como mercancía, la desactivación de las instituciones como aparatos de represión, la destrucción de empresas mastodónticas y la conquista de las técnicas mecánicas como propiedad del trabajo humano constituyen, en conjunto, la gran vía para evitar que las minorías ya desnortadas  arruinen la sociedad que queda en pie.

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