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José Steinsleger Escritor y periodista

El «síndrome de Ferrero»

El periodista es un experto en generalidades. Así es que nada le deja más impasible que el típico comentario del experto en particularidades: «¡ah! periodista... yo también `hago' periodismo»

El periodismo y la navegación se parecen. Ambas técnicas requieren de buenos reflejos, prontitud, y de cierto entrenamiento para liberar el lastre de pesos y palabras. Surcar la superficie de sus aguas es lo contrario a navegar o escribir con ligereza.

Los predicadores y agentes de la bolsa también se parecen. Para que nada interfiera en las verdades buriladas para siempre en las montañas (Dios, el «Programa»), o en los monitores de una economía que ni ellos entienden («el único modelo viable»), se arman de una moral en la que realidad y ficción son intercambiables.

En cambio, los periodistas son ave y pez. Saben, como los pingüinos, que si profundizan demasiado, el lector se asfixia. ¿Qué tanto es tantito? La presunción no va con ellos. Por esto, cuando alguien les dice «eso que escribiste es tal como lo pensé», sienten que la tarea del día fue cumplida. Y al siguiente, vuelta a empezar.

El periodista es un experto en generalidades. Así es que nada le deja más impasible que el típico comentario del experto en particularidades: «¡ah! periodista... yo también `hago' periodismo». Técnicamente, le está vedado confundir medios y fines. Y no procede como Hesíodo, quien antes del desayuno monitoreaba la marcha de los inmortales que vagan por la Tierra, vigilando la justicia y la injusticia. Primero, desayunan.

Al vuelo, los periodistas detectan la impostura de los predicadores azotados por el «síndrome de Ferrero»: el gobierno «debe...», la sociedad «debe...». Roberto Arlt, gran periodista argentino, escribía textos superficiales (mas no ligeros), manteniendo a raya el «síndrome de Ferrero». Con el estilo del madrileño Enrique Jardiel Poncela o el coahuilense Armando Jiménez (Picardía mexicana), Arlt trazó afilados e irónicos relatos de personajes de Buenos Aires, fácilmente reconocibles.

Jorge Luis Borges lo admiraba y ninguneaba. ¿Cómo iba a ponderar al periodista que decía: «Todos nosotros, los que escribimos y firmamos, lo hacemos para ganarnos el puchero... y además nos creemos genios... Es necesario leer muchos libros, para aprender a despreciarlos».

La crítica literaria aplaudió la universalidad de «Los siete locos» (1929), novela en la que Arlt relata las andanzas de una enfebrecida sociedad secreta de carácter social y político, conducida por un astrólogo. Tres años después, el guayaquileño Pablo Palacio publicó su novela «Vida del ahorcado», donde curiosamente un personaje digno de Arlt anuncia: «Vamos a hacer una nueva vida. Una nueva vida maravillosa. Vamos a suprimir la corbata y el cuello...».

En «Adán Buenosayres» (1948), el escritor Leopoldo Marechal demostró la estulticia del «síndrome de Ferrero»: las diferencias entre periodismo, sicología, política, poesía, literatura y sociología son muy resbaladizas. Calificado de «superficial» por los escritores antiperonistas de izquierda y derecha, el único que celebró la novela de Marechal fue Julio Cortázar.

A inicios del decenio de 1950, sin imaginar que algún día Woody Allen filmaría «La rosa púrpura» de El Cairo (en la que los personajes bajan de la pantalla y se ponen a platicar con el público), el astrólogo y sus pillos se lanzaron a disputar el canon de la revolución en las filas de la izquierda argentina. La militancia real, que puede pecar de superficial pero al igual que los periodistas olfatea el «síndrome de Ferrero», los echó a patadas de sus organizaciones.

Despechada, la banda del astrólogo anduvo por Bolivia, Brasil, Guatemala, Cuba y otros países, donde ejercieron su especialidad: disolver las organizaciones revolucionarias que luchaban por la unidad, con opacos argumentos que esgrimían como prueba de erudición. Todas les parecían superficiales, y poco entendidas en las premisas de la revolución mundial.

La prédica del astrólogo era una nueva forma de escolástica. Hasta el día en que cruzó el Rubicón: a finales de 1965, acusó a Fidel Castro de encubrir el «asesinato» del Che Guevara. En su discurso de la Tricontinental (enero de 1966), Fidel lo desenmascaró, y la banda no tuvo más que tentar suerte en México.

Acá, les fue de maravillas. Aquel comentario de André Breton, cuando calificó a México de «país surrealista», los inspiró a rabiar. En La ciencia espacial, la función histórica de los Estados obreros y la construcción del socialismo, el astrólogo planteó que los ovnis provienen de civilizaciones superiores que «... habrían evolucionado a la sociedad comunista» (BA, Ediciones de la Revista Marxista Latinoamericana, 1971).

Un lector le escribió a Roberto Arlt: «Le ruego me conteste, muy seriamente, de qué forma debe uno vivir para ser feliz». Respuesta: «Si yo pudiera contestarle, seria o humorísticamente... en vez de estar pergeñando notas, sería, quizá, el hombre más rico de la tierra, vendiendo, únicamente a 10 centavos, la fórmula para vivir dichoso» («Aguafuertes porteñas», 1933).

Con la seriedad solicitada, Arlt agrega: «Sea sincero con todos, y más todavía consigo mismo, aunque se perjudique». Intitulado «La terrible sinceridad», el artículo termina diciendo: «Creálo, amigo: un hombre sincero es tan fuerte que sólo él puede reírse y apiadarse de todo».

© La Jornada

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