Kabul fue ayer escenario de un audaz y elaborado ataque talibán desarrollado en múltiples fases contra el British Council, el equivalente a la Académie Française o al Instituto Cervantes, con un saldo de numerosos muertos. En su reivindicación, los talibanes afirmaron que la fecha no fue casual: el día de la independencia de Afganistán del imperio británico, y el mensaje que quisieron transmitir tampoco: si antes ganaron su independencia, la volverán a ganar frente a los ocupantes. En cualquier caso, el ataque de ayer, como el del Hotel Continental o el asalto a las oficinas del gobernador de Parwan, desmonta la narrativa oficial en un doble sentido: la estrategia de transición de la seguridad a la Policía y el Ejército afganos, previa a la retirada prevista para 2014, hace aguas frente al auge de la ofensiva talibán y desmonta el mito de un movimiento insurgente rural, despojado de retaguardia y sin capacidad de penetración urbana.

Afganistán se ha convertido en un auténtico cepo para los ocupantes. Con las opiniones públicas domésticas en contra y una sangría humana y económica que no para, el dilema planteado tiene una difícil solución: si se quedan, se desangran, y si se van, corren el riesgo de perderlo todo.