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Otxate da sed

A 14 kilómetros de Gasteiz, el pueblo abandonado de Otxate está lleno de gente. Ufólogos, parapsicólogos, satanistas, adolescentes que tratan de conjurar el misterio del sexo iniciático... son sus visitantes más asiduos. Páginas de la red lo denominan «maldito» y «puerta del infierno», entre otras lindezas, y debe serlo a juzgar por la basura que alberga.

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Juanma COSTOYA

Otxate da sed. O al menos es lo que cualquiera que se pasee por las inmediaciones del pueblo puede deducir a simple vista. Por todas partes, tiradas en el suelo, latas de cerveza, de preferencia Mahou, se oxidan al aire libre. Botellas de Coca-Cola de dos litros, amarilleadas por el sol y abombadas por el paso del tiempo, se extienden por doquier ofreciendo muda fe de la devoradora sed que abrasa a los amigos de lo paranormal. Botellas de agua anónima con la etiqueta de papel desaparecida por efecto de la lluvia y el viento se hacinan a pares, en apariencia al azar, pero, sin embargo, llevadas hasta sus apeaderos por la fuerza del viento o la inclinación de una pendiente. El visitante, curioso y paciente, puede adivinar más cosas sobre estos estudiosos de lo extraordinario gracias a la basura circundante. La primera consecuencia es obvia: son unos cerdos. Seguro que no todos, pero, como en todas partes, muy pocos dejan en mal lugar a muchos. La segunda deducción es más elaborada: los amigos de lo paranormal comen poco y mal. Su alimentación es deficiente y rica en grasas. Las bolsas de patatas fritas, esas que parecen una manta térmica en miniatura, sobresalen de las bolsas de basura dejadas cerca del camino que conduce al pueblo. Esta deducción encadena con otra y, es que, amén de cerdos, son unos ingenuos. ¿Acaso piensan que por dejar su basura en una bolsa alguien vendrá a recogerla? ¡Llévatela hasta el coche, joder, que bien que la trajiste llena y además pesaba más!

Como decíamos las preferencias dietéticas de ufólogos, satánicos y admiradores del más allá, son lamentables. Las bandejas de plástico vacías aún tienen restos del chocolate que uno adivina en napolitanas grasientas y extraazucaradas. Al caer en la cuenta de que lo que en realidad buscan es cotilleo sobrenatural y azúcar, amén de licores y frituras, uno se da cuenta que ésta gente, a pesar de su tendencia al apartamiento y al misterio, no son extraños en absoluto. En realidad uno lleva tratándolos toda la vida. Llevan encima el mismo ADN que, pongamos, la tía Cuca, aquella beatona insoportable (los de cierta edad, todos, han tenido una tía Cuca, Feli, Paqui, en la familia) que nos agobiaba con su olor a alcohol tamizado de incienso y su mirada acuosa, sólo blanda en apariencia. A la tía Cuca, lo que de verdad le ponía era el anís y las amenazas del fuego del averno, eso sí, para los que hacían cosas que ella se moriría por hacer pero que se conformaba con imaginar, resentida, entre trago y trago de vino dulce. Claro que, tanta represión acababa con fenómenos paranormales por doquier. Henry James lo explicó muy bien en «Otra vuelta de tuerca», un librito que alguien, en su ingenuidad, catalogó como libro de niños. Bendito en su ceguera.

De la basura de Otxate todavía se deduce algo más. Hay algunos que pasan de dulces y se van directos a por la fabada, marca Carrefour, que ya hay que tener estómago. Supongo que los briks de Don Simón esparcidos casan con esas latas de potente y atronador efecto. Es lo suyo al menos.

Los aldeanos de las piezas cercanas, dedicadas al cereal, han llenado las vallas de un perentorio «Se prohíbe acampar y hacer fuego». Pues que si quieres arroz, por todas partes piedras ennegrecidas en círculo dan testimonio de que no hay hermandad tan cercana como la que provoca algo de miedo, una fogata y una guitarrita. Un día cualquiera de este mes de agosto, con Gasteiz convertida en una ciudad cuasi fantasma por deserción de sus ciudadanos en busca del pueblo de origen, del mar o la montaña, el visitante se puede encontrar en este pueblo «abandonado» con tres o cuatro tiendas de campaña (marca Quechua, ¿serán indignados en un receso?), una pareja de sudamericanos con aire digno y ausente y hasta una familia con tres retoños que husmean entre las ruinas, seguro que explicando a los críos una versión patatera de Harry Potter.

No faltan tampoco un grupo de jóvenes, lata de cerveza en mano, disipando su inquietud a voz en cuello y festejando con risotadas chistes tan manidos como previsibles.

Hasta la torre de la iglesia, un solitario faro que se adivina desde lejos, han llegado los grafiteros y allí han dejado testimonio imperecedero de su arte. Entre todos los jeroglíficos allí dibujados una frase en tinta roja se hace comprensible de un vistazo, «Iker Jiménez miente», reza. ¡Qué cosas!

Un incongruente cementerio de neumáticos y una vieja segadora, oxidada y abrasada por el sol, son otros tantos testimonios abandonados que, a priori, nada tienen que ver con el ultramundo. Aunque a decir verdad con estas cosas nunca se sabe. Quizá una subvención de la Unión Europea, del mismo tipo que se ha concedido a Bélmez para que hagan un museo con sus famosas caras, pudiera arrojar más luz sobre el contubernio. Con ese dinero pudiera sufragarse una comisión de estudiosos, un centro de interpretación, cenas teatralizadas, amplio aparcamiento y tienda de recuerdos. Por supuesto habría que hermanarse con otros centros telúricos esparcidos por la geografía. Las caras de Bélmez y los caras de Otxate, por ejemplo.

Para que no todo sea alucinar, el visitante bien puede hacer un alto en el cercano pueblo de San Vicentejo. Allí se conserva una de las más hermosas ermitas románicas que puedan contemplarse por estos pagos. Sobrenatural en su sencillez.

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