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Manuel Iradier, buscador de quimeras

El 19 de agosto de 1911 fallecía en Valsaín (Segovia) Manuel Iradier, el explorador alavés de Guinea Ecuatorial. Toda su vida fue un explorador idealista, en las selvas ecuatoriales primero y más tarde en los sueños de una existencia que chocaban una y otra vez con la realidad. Su obra «África, viajes y trabajos de la Asociación Eúskara La Exploradora» fue su testamento intelectual.de su mano llegarían unos cuantos inventos patentados con su firma. una caja tipográfica para composición, un fototaquímetro, papeles fotográficos...

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Juanma COSTOYA | GASTEIZ

En junio de 1873 en Gasteiz se dieron cita en la Fonda Pallarés, un edificio de tres alturas que aún se conserva en la confluencia de la calle Postas y la Plaza de Los Fueros, dos hombres muy diferentes, cuyo destino común se resume con un nombre: África. Uno de ellos, Henry Morton Stanley, era ya un explorador veterano, el mismo que descargó en sus correrías por el continente negro una fuerza de voluntad indoblegable, forjada con la furia y el resentimiento de una infancia abandonada y de una primera juventud llena de dificultades y aventuras miserables. El otro, Manuel Iradier, alcanzó más tarde las costas africanas con un bagaje colmado a partes iguales con curiosidad científica, humanismo e ingenuidad. Su gusto por la ciencia queda registrado en sus numerosos estudios sobre botánica, astronomía, geografía, antropología y comercio. Al fin y al cabo, Iradier, que había venido al mundo en la Gasteiz de 1854, se había licenciado en Filosofía y Letras y fundado una asociación, «La Exploradora», con la que, lápiz en mano y la curiosidad como norte de su brújula, había recorrido las sendas y los montes de su tierra natal.

Animado con los consejos del explorador galés y equipado poco más que con su coraje, desembarca por vez primera en el golfo de Guinea en 1874. La aventura contó con un capital de 27.000 pesetas de la época recaudada por medio de la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas y en la que participaron los Bancos de España y de Bilbo, el Marqués de Urquijo, los Ibarra y los Puig. La aportación privada más importante corrió a cargo del médico asturiano Amado Osorio y Zabala, quien donó cinco mil pesetas con la condición de poder acompañar a Iradier a África. A la postre esas cinco mil pesetas le saldrían muy caras al explorador gasteiztarra. Eran los años en que el rey Leopoldo de los belgas disfrazaba su rapiña de cooperación y filantropía y el propio rey Alfonso XII promocionó desde Madrid la idea de exploración africana. A pesar de ello, la empresa que emprendió Iradier sobrepasaba en mucho el capital y las ayudas recibidas para emprenderla.

En el transcurso de dos años largos el explorador alavés recorrerá dos mil kilómetros de selvas, explorando a su paso islas fluviales y remontando corrientes como la del río Muni o el Utamboni. Cartografía las islas de Corisco y Elobey Grande, levanta mapas y asciende por las cordilleras de Paluviole y la Sierra de Cristal. En su peligroso periplo sorteó diversas amenazas, cayó enfermo y sobrevivió a un envenenamiento. En aquellas, tierras avistadas, primero por portugueses y después usadas por holandeses y británicos como puerto auxiliar de sus correrías marítimas, Iradier contactó con numerosos grupos indígenas como los vengas, los itemas, valengues, vicos, bandemas y pamues entres otros. A su constancia e inteligencia se deben las primeras gramáticas de estas lenguas locales que llegaron a Europa. Pese a la parquedad de sus recursos, su audacia exploratoria sólo se detuvo ante el abandono de sus guías y escoltas o cuando las fiebres le imposibilitaron seguir con su vocación.

En febrero de 1885, abandonada ya la exploración sobre el terreno, entregó a la Sociedad de Africanistas y Colonistas ubicada en Madrid, diversos documentos, contratos de anexión y actas notariales que posibilitaron la incorporación a la soberanía española de los territorios del Muni, unos 14.000 kilómetros cuadrados.

De vuelta en Gasteiz y pasado el primer momento de euforia, recepciones oficiales y banquetes, el ambiente fue tornándosele cada vez más irrespirable. Su propia situación familiar contribuía a ello. La mujer del explorador, Isabel Urquiola, le había acompañado, junto con su hermana pequeña, Manuela, en la exploración ecuatorial. Esposa y cuñada aceptaron riesgos y compartieron entusiasmos pero nada las había preparado para la enfermedad y la posterior muerte de Isabela, la hija de ambos, nacida en África. La propia Manuela fallecería a consecuencia de una enfermedad tropical. En 1899 otra de las hijas del matrimonio, Amalia, se suicidó a los veintiún años, poco antes de la fecha en la que estaba proyectado su matrimonio. Con estos mimbres parece difícil que la felicidad se asiente en una casa. Iradier buscó la felicidad en otros brazos y sobre todo en su incansable actividad intelectual. En octubre de 1887 dio a conocer su obra, «África, viajes y trabajos de la Asociación Eúskara La Exploradora», más de mil páginas repartidas en dos volúmenes en los que la ciencia, la crónica de viaje y el relato aventurero coexisten sin estridencias. El limbo de la satisfacción por la publicación de su obra no duró mucho. A finales de ese mismo año el periódico «El Día» publicó una larga carta firmada por Amando Osorio y Zabala en la que el antiguo asociado asturiano en las tareas de exploración africana minusvaloraba las expediciones del alavés. La polémica se avivó a golpe de publicación periódica y su pervivencia en el tiempo, con la inclusión de nuevas firmas, implicados y opinadores, terminó por exasperar el temperamento de Iradier. Hay quien ha querido ver en la polémica Iradier-Osorio un reflejo de la que acompañó a dos de los más importantes exploradores africanos: a Speke, descubridor de las fuentes del Nilo, y a Burton, el erudito viajero que le acompañó y al que unas fiebres privaron de la gloria de acompañar a Speke en las jornadas decisivas. Como recoge Gutiérrez Garítano en «La aventura del Muni», citando al biógrafo de Iradier Ángel Martínez de Salazar, Speke y Osorio fueron más osados, más resistentes al clima atroz de la manigua, contaron con más apoyos de las respectivas sociedades geográficas de sus países; sin embargo, Burton e Iradier fueron más conscientes de la responsabilidad de sus actos, más curiosos y vitales, dieron testimonio de sus hallazgos y, a la postre, sus obras escritas y sus reflexiones perduraron y fueron la base para que otros ahondaran en sus propios estudios.

Acostumbrado a retos físicos e intelectuales, Iradier se marchitaba en Gasteiz como un cetáceo varado en una playa. Buscando nuevos alicientes, el antiguo explorador decidió ingresar en la masonería. En la ciudad se había instalado, desde 1872, una logia que llevaba el nombre de Luz de Vitoria nº 85 y que contaba con gran predicamento en los ambientes librepensadores gasteiztarras. El 14 de diciembre de 1879 nace en la ciudad la Logia Victoria. En su organigrama de 21 de abril de 1881 figura como Venerable un tal Fermín Herranz, de profesión publicista. Constaba entonces la Logia de 26 hermanos, casi todos jóvenes y dedicados a la milicia o a las profesiones liberales. En esta logia se encuentra inscrito Manuel Iradier, quien por esas fechas de 1881 ejercía como secretario de la misma. A pesar de todo, la quietud provinciana de la ciudad lo atormenta. Buscando nuevas quimeras planeó marchar a Perú, al Alto Amazonas, pero acabó aceptando un trabajo como jefe de tracción en el ferrocarril Anglo-Vasco-Navarro. Las prosaicas necesidades de la vida familiar mandaban. Su imaginación era lo único que permanecía libre y de su mano llegarían unos cuantos inventos patentados con su firma. El primero de ellos fue una caja tipográfica para composición que, al parecer, ahorraba tiempo y esfuerzo en las imprentas. A este siguieron un novedoso contador automático de agua, un fototaquímetro, papeles fotográficos... Su genio acabó dándose de bruces con su falta de sentido práctico y con una nula capacidad para la promoción de sus obras. Inadaptado, deprimido por la pérdida de las últimas colonias americanas, acabó encadenando un rosario de trabajos que le llevaron a instalarse por temporadas en Tolosa, Madrid, Bilbo y Sevilla. Su salud, resentida desde sus años de exploraciones africanas, se agravó súbitamente en esos últimos años. La localidad segoviana de Valsaín, con sus bosques y pinares frondosos, prometía ser un bálsamo. Demasiado tarde. El 19 de agosto de 1911 fallecía Manuel Iradier y Bulfi, caballero andante, fénix de los ingenios, un auténtico quijote, que, al igual que Alonso Quijano, embistió molinos creyéndolos gigantes y acabó rodando por el suelo pero con el honor intacto. Tenía cincuenta y siete años.

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