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El futuro no pasa por confesionarios moralistas, sino por autocríticas políticas

Agosto es mes de pocas acciones y muchas declaraciones, en el que cada agente tradicionalmente aprovecha para ir tomando posiciones de cara al curso político que espera a la vuelta de la esquina. Y qué duda cabe de que el 2011-2012 se presenta como trascendente después del modo en que se ha ido abriendo el escenario en los dos últimos ejercicios. Para todos será hora, sin duda, de tomar decisiones de alcance, sin refugiarse en inercias ni reparar en vértigos, encarando las oportunidades y asumiendo los riesgos.

Sin embargo, se atisba ya que importantes agentes políticos tienen serias dificultades para afrontar esos retos. Y se han construido un refugio que consiste en mirar más al pasado que al futuro.

Patxi López es uno de ellos. Ha adelantado que en el Pleno de Política General de setiembre presentará un plan con el que pretendería intentar liderar la nueva situación, pero ha optado por el peor punto de partida posible: intentar buscar un consenso sobre el «relato» de lo ocurrido antes, cuando lo que la ciudadanía vasca reclama un acuerdo para abrir un nuevo futuro. A sabiendas, además, de que lograr un consenso sobre lo ocurrido hasta ahora es probablemente imposible, y sin duda muchísimo más difícil que llegar a puntos de encuentro sobre el futuro. Es un interés que sólo se justifica desde una perspectiva partidista. El intento maniqueo de dirigir toda la responsabilidad del conflicto sobre ETA busca librar de ella al resto de agentes en este conflicto, comenzando por su partido, un PSOE que ha gobernado en el Estado español durante 21 de los últimos 34 años (el 60%) sin lograr encarar su resolución, y muchas veces agravándolo con decisiones políticas y acciones violentas. Un relato de parte puede ser legítimo, pero no lo es pretender que todos lo acepten como «el correcto», y menos aún tratándose de una pretensión al servicio de una estrategia política.

La JMJ no es un modelo

El 22-M la sociedad vasca dejó claro que mira al futuro y no al pasado, pero la tentación de utilizar éste políticamente les resulta demasiado grande. Y así se ha recreado la ficción de que la solución pasa por algo así como construir un gran confesionario del estilo de los levantados en Madrid estos días, por el que la izquierda abertzale tenga que pasar para purgar sus pecados, quién sabe si con la ayuda de esas surrealistas bulas especiales anunciadas estos días. Algo así ha defendido esta semana Odón Elorza, que colabora en el diseño de la iniciativa de López y que intenta aplicar a la izquierda abertzale etiquetas como la de «nuevos demócratas», como si fueran conversos pendientes de recibir algún bautismo salvador. Si tiene muy poco sentido que una religión se asiente sobre bases como el arrepentimiento, la confesión y la penitencia, intentar aplicar este mismo criterio a un conflicto político resulta ya decididamente absurdo y, sobre todo, inútil.

No significa esto que el nuevo escenario deba encarararse desde la desmemoria, como ocurrió, sin ir más lejos, con el posfranquista, que entusiasmó al partido de López y hasta hace poco se ha autoelogiado como modelo de transición democrática, si bien cada vez deja más al aire sus costuras. La verdad, el reconocimiento del pasado, la justicia y la reparación tienen que ser pilares de cualquier proceso de este tipo, pero sin lecturas unilaterales. Resulta sonrojante que quienes más urgencia pongan sobre la cuestión del reconocimiento del dolor de las 850 víctimas de ETA desde 1959 todavía argumenten que hablar de los abatidos en la guerra de 1936 (3.500 sólo en las cunetas navarras) resulta peligroso porque reabre heridas, y que tampoco incluyan en su cuenta de expiaciones pendientes a los 474 muertos por la violencia estatal del último medio siglo.

Irlanda, Sudáfrica... y el Estado español

Basta recordar este ejemplo tan español para entender que estos procesos son costosos y duraderos, y que el consenso sobre el pasado habitualmente no se alcanza nunca (ahí siguen gentes como Jaime Mayor Oreja defendiendo que el franquismo fue un periodo «de extraordinaria placidez»). Lo importante, lo trascendental, es el futuro. El fin del conflicto irlandés no supuso que las comunidades unionista y republicanas tengan un mismo punto de vista sobre el pasado, ni el sudafricano ha unido a los dos bandos en una idílica conversión mental que dé sentido compartido a toda la sangre derramada. Pero sí se han puesto de acuerdo sobre el futuro, y ahí ha empezado otra historia.

Para ello no hacen falta ni deberían exigirse arrepentimientos ni conversiones, pero sí es necesario algo más sincero y eficaz: autocríticas políticas. Y a nadie se le escapa que la izquierda abertzale sigue siendo el único sector político que ha hecho la suya y ha actuado en consecuencia. Estos últimos días, sin ir más lejos, el presidente del PNV ha vuelto a distanciarse de las opciones de reclamar conjuntamente el derecho a decidir con el argumento de que ello pondría en cuestión su trayectoria de tres décadas de apoyo al Estatuto. Y qué decir de PSOE y PP, incapaces de iniciar siquiera el viraje de sus trasatlánticos.

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