Iñaki URDANIBIA | Doctor en Filosofía
Los toros: purito arte, purita cultura
Si el bullicioso paseíllo, al ritmo de marcial y viril pasodoble, iba engordando hasta convertirse en legión -decía engreído el apóstol que su nombre era legión-, legión de listos (don Fernando Savater, don Pere Gimferrer, don Mario Vargas Llosa, don Albert Boadella, don Fernando Sánchez Dragó, don Luis Anson y otros dones alcanforados. Que se me perdone, pero se me olvidaba incluir, entre los grandes de la intelligentsia al resentido y licenciado en Derecho, además de devoto mahleriano como su maestro Guerra, don Odón Elorza, siempre preocupado -hasta desvivirse- por las construcciones ecológicas como quedó patente, por ejemplo, con la construcción de Illunbe). Como decía, cuando esta cohorte pinturera y abigarrada defiende con mil y una falacias la matanza organizada y espectacular de toros, va el ministerio hispano de cultura hispana y ensalza la «fiesta» como muestra de identidad artística y cultural.
Queda claro que con semejante valedor, la razón está del lado que está, pues sabido es que quien más puede... del lado de quienes viven de las corridas y de sus ardientes defensores, que han tenido la suerte de verse dotados por la gracia que no a todos alcanza -como señalase con desparpajo, y chulería torera, don Enrique Múgica Herzog-, sino sólo a las almas privilegiadas que son capaces de alcanzar poco menos que el éxtasis ante el colorido espectáculo de la sangre, y la muerte.
A todos estos fogosos adalides les salen valedores más allá de las fronteras pirenaicas, curioso resulta que por tales arenas haya airados defensores a ultranza de la corrida que claman ante las decisiones del Parlament de Catalunya y ante otras restricciones demandadas por el populacho. Ahí está el director del departamento de Filosofía de la prestigiosa École Normale Supérieure que no hace mucho publicó un libro titulado «Filosofía de la corrida» (Bellaterra) para cuya presentación madrileña contó con el subalterno y «chico-para-todo» don Fernando Sánchez Dragó. Coincidente resulta cuando menos que al tiempo que tal obra se publicaba en el Hexágono, la exquisita revista «Critique» sacaba a la luz un monográfico: «Éthique et esthétique de la corrida», donde entre otros espadas lidiaba, además del filósofo-novillero recién mentado (y lo catalogo así, ya que los argumentos, por llamarles algo, que utiliza para defender la corrida no alcanzan gran nivel, desde luego), el catedrático Víctor Gómez Pin, aficionado acérrimo a las corridas y empeñado ad nauseam en marcar las inseparables diferencias entre animales y humanos con el fin de aminorar los atropellos a que son sometidos los animales, más en concreto los toros, contraponiendo los plenos derechos que corresponden a los humanos, lo que parece venir a suponer que pueden hacer de su capa un sayo, o mejor pueden con su capa citar al toro (¡eh bisssho!) al espectacular y sangriento matadero.
Por esta senda ya había avanzado con combatividad especial, quien fuera ministro de educación con Jacques Chirac, y más recientemente denunciador aventurado, e indocumentado, de ex-ministros, Luc Ferry; no hace mucho se sumó a esta empresa cartesiana (defensor de la concepción del animal como máquina) el jovial ético donostiarra don Fernando Savater (¡qué diver se lo pasó luchando contra el terrorismo!). En desenfadadas líneas, en su «Tauroética», defendía la vida que se da a los toritos que son cuidados como dios y que viven como los jubilados de postín... con la diferencia -añadiría yo- de que a unos les llegan las goteras de salud por ley de vida, mientras que a los animales de los que habla se les provoca tal situación con apaleamientos y castigos varios hasta finalizar en la fiesta roja de las lanzas, las banderillas, las espadas y estoques, si hace falta la puntilla... ¡vamos, como en un plácido balneario, jaleados, como si de héroes se tratase, por el respetable (?) con el humo de sus puros y con el vientecillo de sus floridos abanicos! No se cortaba tampoco un pelo al denunciar que quienes denuncian el maltrato animal no ponen tanto énfasis en denunciar el maltrato a humanos... si él lo dice, seguro que es así. Yo no sé...
Por respeto al lector, y con el fin de evitarle sufrimientos mayores, evitaré pasar revista a las sandeces repetitivas con las que los arriba mentados se convierten en custodios de las corridas. Quien esté interesado en tales proclamas dignas del más logrado de los «estupidarios» puede recurrir además de a la hemeroteca a un reciente libro esclarecedor de Jesús Mosterín: «A favor de los toros» (Laetoli), o al libro de afilada crítica «Antitauromaquia», de Manuel Vicent, con inquietantes dibujos de OPS (Alfaguara) o todavía a «Piel de toro», escalofríos fotográficos de Colita (Edhasa). Desde luego libros más documentados que las gratuitas afirmaciones de los antes nombrados, que escudan su falta de argumentos en la grandilocuencia y en la jerga que trata de mostrar un tono «gran señor» (como antes usaban el latín los curas como lenguaje cifrado e inalcanzable para el común de los feligreses). En unas pocas páginas de los libros que nombro se halla más luz y racionalidad que, por ejemplo, en trescientas páginas del libro antes nombrado de Francis Wolf.
Cascarse trescientas páginas hablando de Belmonte, de Paco Ojeda, de José Tomás, de Sébastien Castella, Arévalo, y para hacer bonito arrebolarlo con una circunstancial mirada a la visión de Sócrates con respecto a la relación de los humanos con los toros, la verdad es que hace que la faena resulte endeble y soporífera... Puestos a, no hubiese estado de más recurrir al mito del Minotauro -recurso habitual entre los progres y modernos que defienden, con lenguaje laberíntico y alambicado, las virtudes de la tortura del toro en público-.
El mecanismo es conocido: primero, como he señalado anteriormente, se subrayan las distancias entre humanos y animales: los primeros siendo sujetos de derechos, los segundos sólo cuentan con el instinto, además no sienten dolor (¿será porque no tienen alma como se han hartado de subrayar los especialistas en la cosa de Roma? No, si al final resultará que gozan cuando les clavan las banderillas, los puyazos del hombre del caballito y luego le pegan unos viajes con el estoque, cuando no con la puntilla... sin contar los tiempos apacibles y previos a la matanza...). En segundo lugar, se pone al torero y al toro en plano de igualdad, incluso son como amigos (quien más te quiera te hará llorar): una bravura frente a la otra, dos enemigos que se ven en el espejo del de enfrente... y cosas así, de ese pelo.
Desde luego, cierto es, como subraya el filósofo, que la muerte se oculta en nuestras sociedades, no somos capaces de mirarla de frente a los ojos, se oculta... mas de ahí a convertirla en un espectáculo color sangre, montado sobre la crueldad, la chulería... en un enfrentamiento absolutamente desigual, defendiéndolo sin sonrojo, y aunque se pusiese de tal color no se notaría porque en sus alabanzas tal color es el dominante, chorreando, hasta el exceso, distan muchos pueblos de distancia; en la plaza desde el principio al final se trata de parar el empuje del toro, machacarlo para que pueda ponerse a la altura del de la capita y el traje ajustadito de luces; vamos, que no moleste al diestro, o siniestro, no sé.
Puestos a señalar metáforas y enfoques con respecto a las corridas de toros, ya les huele con eso de la lucha entre la vida y la muerte, de la bravura animal frente a la astucia humana, del hombre frente a la mujer a someter, de la conservación de la raza de los astados, de ética y estética, de arte, de lo bello y lo sublime y qué sé yo; por no recurrir a la asnería de recriminar a quienes comen carne... ignorando que no es lo mismo comer pollo, por ejemplo, que ir al matadero a ver su muerte y a jalear la faena, además de que responden tales sacrificios a cubrir una necesidad y no a un capricho gratuito-ritual. Cuando, de hecho, todos estos discursos se reducen lisa y llanamente a brindar armas a los aficionados a tal espectáculo de la muerte para que no se acoquinen y puedan defender sin complejos las maravillas del arte de Cúchares.
A servidor de la tauromaquia le duele todo (como al otro le dolía España): desde el sufrimiento del toro a García Lorca o Pablo Picasso, pasando por José Bergamín, Alberti, Morente... sin recurrir, no obstante, a aquellos furiosos lemas de «torero bueno, torero muerto», o «ningún torero sin cornada» Sí que me quedo con la ética -ésa sí que era...- de la agrupación socialista de Mieres en un panfleto fechado en junio de 1905, en el que denunciaban: «todo lo que signifique retroceso y barbarie como las corridas, un espectáculo impropio de pueblos que se precien de civilizados... espectáculo que da cabida a sentimientos depravados y reúne a aficionados a la chulapería... alimentando sentimientos sanguíneos y bárbaros. ¡Paso a la civilización!».