ANÁLISIS | Elecciones primarias en Argentina
El arrase de Cristina Kirchner deja sin brújula a la oposición
La presidenta argentina tuvo un triunfo aplastante en el debut de las primarias abiertas del domingo, lo que convierte a la primera vuelta electoral de octubre en un mero trámite. El hundimiento opositor y la profundización del personalismo, claves de la era que viene.
Daniel GALVALIZI | Escritor
La estrategia dio resultado. Centrar la campaña en Cristina Fernández de Kirchner como figura excluyente, alejada de la gresca política y moderando su discurso, le deparó una aplastante victoria que eclipsó a todos los dirigentes del proyecto político que encabeza.
Desde la muerte del ex presidente Néstor Kirchner, su esposa -que ya venía repuntando en las encuestas- recibió el lógico efecto de empatía por buena parte de la opinión pública, que le perdonó defectos y errores.
La presidenta ganó donde siempre le fue bien y le fue un poco mejor donde le solía ser esquivo: fue sólida en la Patagonia con amplia ventaja, fue un huracán en el noroeste y noreste (más pobre y donde la subsistencia vinculada a las ayudas públicas es muy alta) y tuvo sus grises en la denominada región centro (la llanura pampeana), que concentra el 80% del electorado con los cuatro distritos más populosos.
En Córdoba le fue mejor que en 2007 (34%), en Santa Fe tuvo más de un tercio (cerca del empate con el gobernador Binner), y por primera vez en ocho años ganó en la ciudad de Buenos Aires (30%). Pero fue en la provincia de Buenos Aires en donde una vez más recibió el espaldarazo de votos determinante (allí reside el 38% del electorado del país), ganando por el 53%, con altísimos promedios en los cordones periféricos industriales del área metropolitana.
Pero desentrañar los resultados implica inexorablemente poner bajo la lupa la cultura política argentina y, sobre todo, cómo impactó en ella la debacle de 2001-2002.
El hijo de la crisis. La incursión en la arena política nacional de Néstor Kirchner se explica sólo con la crisis económica y política de hace diez años: el PBI argentino se había desplomado un 12% en 2002 y arrastraba una baja del 3% en 2001. La pobreza pasaba el 50% y la desocupación afectaba a uno de cada cuatro argentinos.
Con la implosión del sistema de partidos (la tradicional centrista UCR firmó en esa crisis una virtual acta de defunción) y una sociedad convulsionada, Kirchner comprendió muy bien lo que la sociedad ya no toleraba más y supo construir con autoridad y medidas ejemplares (como la renovación de la Corte Suprema menemista por una prestigiosa) lo que no había obtenido con votos.
Con su muerte, sin embargo, se fueron también algunos de los vicios, especialmente el de la confrontación permanente desde la cima del poder. Los conflictos ya no los peleaban en la escena pública Cristina y Néstor Kirchner sino los dirigentes de menor rango, y, desaparecido Néstor, la presidenta supo resguardar su imagen y volcarse a ser la relatora oficial de la gestión, sin entrar polémicas.
Otra característica esencial del kirchnerismo que le ha permitido sortear tantos obstáculos (además de una inusitada capacidad de resistencia a los embates de adversarios), es su hibrides ideológica, muy funcional a una sociedad que mueve el amperímetro ideológico espasmódicamente cada cierto tiempo.
Los Kirchner deambularon en un margen que representa la cultura política del argentino medio: el estatismo y la intervención del Estado en la economía enmarcado en una derecha política que hace gala del hiperpresidencialismo (a veces con atisbos autoritarios), del desdén al Parlamento como órgano de debate y de la evasión de la fiscalización del poder.
Esa hibrides les permitió tanto aumentar las pensiones y favorecer a las grandes corporaciones mineras transnacionales, intervenir el Instituto de Estadís- tica y falsear los datos de la inflación como enfrentarse a la banca mundial para renegociar la deuda externa, aliarse con EEUU contra Irán pero reclamar medidas heterodoxas en el G-20, y así.
La ambivalencia igualmente tuvo un norte fijo: mantener el nivel de empleo y de crecimiento económico pese a todo (a coste de la inflación), para lo cual multiplicaron el gasto público en ocho años, permitiendo que la economía siga creando negocios y absorbiendo trabajadores. Con el espejo de la asfixiante crisis de antaño, esto no es poco para el electorado.
Los perfectos adversarios. Desde 2008, además, eligieron a los correctos adversarios (los productores agropecuarios, el grupo de medios «Clarín», los militares, la Iglesia), impopulares ante la gente, a pesar de que las peleas no siempre eran para democratizar sino para concentrar más poder, como con la ley de Medios sancionada en 2009, impulsada en los hechos para destruir a «Clarín» y poder disciplinar a la prensa.
Allí radica la piedra angular de la última etapa kirchnerista: el control del mensaje. A través de la cuantiosa publicidad estatal y el uso exacerbadamente partidario de los medios públicos, el Gobierno ha logrado construir todo un aparato comunicacional afín, con dirección vertical y que le permite repetir su relato casi sin crítica, sólo posible cuando la subsistencia no depende de la audiencia.
Un derrumbe anunciado. Creer que las 10 millones y medio de personas que votaron a Cristina Kirchner comparten sus valores y política también sería un error. Basta hablar con un puñado de los que la votan para detectar dos grupos: los convencidos y los resignados a votar por quien menos les asusta.
Ese segundo grupo puede rechazar la corrupción, los ribetes autoritarios, los niveles altos de inseguridad e inflación, pero prefiere soportar todo eso antes que votar alternativas que no le parecen ni sólidas ni que aseguren la estabilidad de un país muy complejo de gobernar.
En esa cuestión se puede encontrar también la causa de por qué la oposición, que en su conjunto había logrado el 70% de los votos en las elecciones parlamentarias de medio mandato en 2009, ahora cayó a menos del 50%, cuando se tenía que evaluar si cambiar el rumbo del país y quién lo dirigiría.
La oposición, de izquierda a derecha, fue fagocitada por sí misma al corroerse entre vanidades y personalismos. Al ganar el control del Congreso (lo que en el Senado duró poco por legisladores tránsfugas) buscaron cogobernar en un país con escasa vocación parlamentaria, y terminó siendo vista como una maquinaria para impedir más que para gestionar.
Ninguno de los dos grandes frentes electorales escogió lo mejor que tenía para competir con la presidenta. El candidato que por una centésima quedó segundo, Ricardo Alfonsín, tuvo como mayor capital su imagen de honestidad (su apellido es una marca en ese aspecto por el primer presidente argentino tras la dictadura) pero tenía escasa experiencia política y no transmitió seguridad. Su alianza con el peronista liberal Francisco De Narváez confundió y le provocó la fuga de los votos progresistas.
Precisamente ayer, este frente, que agrupa a la segunda fuerza del país, la Unión Cívica Radical y a peronistas disidentes, anunció que denunciará ante la Justicia «un porcentaje alto y significativo» de irregularidades en el cómputo de votos, que casualmente favorecen a Cristina Fernández.
El ex presidente Eduardo Duhalde se corrió a la derecha para tratar de captar el electorado conservador más enojado con Kirchner, pero se quedó corto. Su pasado vinculado a la década neoliberal y a la corrupción lo hacen invotable para los independientes. Peor aún, su alianza con el otro peronista opositor, Alberto Rodríguez Saá, se quebró y ambos acudieron separados a las primarias, dividiendo todavía más.
Por su parte, Binner construyó una coalición de izquierda moderada que podría haber crecido mucho más (de hecho sólo hizo campaña poco más de un mes). Su intención de privilegiar su terruño (la provincia de Santa Fe) le hizo perder empuje nacional y fue víctima del desconocimiento en el interior.
Oposición hueca. La oposición también fracasó al no poder construir un discurso que cale hondo en la gente, no supo moverse de su rol de fiscal crítico al de contrapoder, perdió horas de la campaña criticando al Gobierno en lugar de proponer salidas alternativas. Tuvo como cómplice a un periodismo local que privilegia el show antes que lo informativo, la pirotecnia verbal antes que la discusión de ideas y el control al poder.
Este cocktail de factores borró las derrotas provinciales del kirchnerismo en el último mes y medio y convirtió a Cristina Kirchner en la presidenta más votada de la historia argentina. Si sostiene el número en la primera vuelta de octubre, logrará la epopeya de ser portadora del primer apellido con tres gobiernos consecutivos.
La analista política y filósofa más importante de Argentina, Beatriz Sarlo, lanzó este año un libro en el que explicaba bajo su peculiar mirada el período kirchnerista, enfocado en el fallecido ex presidente. Lo tituló «Kirchner, la audacia y el cálculo». Dos características que estuvieron muy presentes en una trinchera, y muy ausentes en la de enfrente.