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Tomas Trifol Profesor y licenciado en Ciencias Humanas

El acto de perdón

No hay efecto sin causa. Es ciencia de perogrullo, aunque tardara siglos en aceptarse y aunque todavía hoy en política y otros ámbitos algunos lo quieran obviar, por sus objetivos políticos, económicos e ideológicos o, simplemente, por sus quereres y sentimientos nacionales.

El ignorar las causas políticas para ciertos efectos violentos denota siempre bajeza intelectual y en el caso de los sentimientos nacionales calaña barriobajera, nos retrotrae a los siglos pasados donde el pensamiento no oficial era perseguido, las personas y los libros se quemaban en las hogueras, las dictaduras asesinaban en las cunetas, las lenguas no «nacionales» eran prohibidas y sus hablantes declarados necios, incultos y subversivos. Y en el Estado español esto sucedió prácticamente ayer y, según la Sociolingüística, esa ciencia neutra que relaciona lenguas, culturas y sus sociedades, sigue ocurriendo algo similar, de otra manera, eso sí, sin represiones directas sobre los individuos pero con el ensañamiento ideológico de la castellanísima «España» que, cuando lengua, se hace obligatoria de conocimiento y uso según reza el artículo cuarto de su Constitución, con derecho de pernada absoluto.

Los poderosos del Reino de Castilla declararon su lengua como «la lengua española» y durante siglos la fanfarronería y la ignorancia ganó adeptos en todos los interesados a los aledaños del poder. La hemeroteca de los decretos, prohibiciones gubernamentales e ignominias sociales contra el resto de las lenguas españolas es parte del alimento ideológico del «buen español» a lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX. Luego, la enseñanza obligatoria y los medios de comunicación de masas exclusivos en castellano primero y prioritarios o de derecho de pernada después, dejaron obsoletas y contraproducentes las prohibiciones, excepto la del artículo cuarto de la Constitución que esperan mantener hasta que las sociedades catalana, vasca o gallega se hayan castellanizado y por lo tanto asimilado lo suficiente como para llegar al punto de no retorno.

Muy lejos ya en el tiempo queda aquella guerra de sucesión de los reinos de España, contada por los que controlan el poder como sólo una guerra de intereses dinásticos y europeos pero que llevaba en el fondo y en su superficie dos concepciones muy distintas de aquellas Españas.

Y esa España nacional que trata de aniquilar a las demás Españas surge imperfecta con el Borbón, de la mano de las élites de Castilla que suprimen por la fuerza la Corona de Aragón primero, y Nafarroa después.

En sucesiva tropelía en régimen de continuidad obsesiva, esa España nacional se va afianzando y autoafirmando, esa Castilla imperial que vende y enajena el bien común de sus territorios peninsulares (El Rosselló y la Cerdanya) a base de trueques con otros países con tal de someter a la Corona de Aragón. Es decir, a esa parte del suelo peninsular de lengua mayoritariamente catalana.

Se declara todavía hoy a sí misma nación de naciones y cuando lo hace de tal modo le parece que hace una concesión a la galería periférica. Muchas veces su democracia en estas cuestiones no es mas que totalitarismo numérico basado en una historia de España fabulada donde los Reyes Magos y el Niño Jesús se encuentran entre oros e inciensos y su democracia fabulosa ignora y minimiza a unas víctimas y magnifica a otras por la pretendida adquisición de la democracia formal, que por lo visto vivifica y santifica su España en contra de la de los otros.

Así que en este y ese país, España, donde su primera Constitución que habla de España en singular data de 1931, la violencia de ETA nacería sin causa alguna a pesar de que aquellos barros se transformarían con el tiempo en movedizas arenas que nos engulleron a todos.

Por lo tanto ETA es más bien una banda de descabellados según la España nacional. Si surgió a finales de los 50, continúan diciendo, lo hizo por su naturaleza asesina, por su visión retorcida de la historia, sin ninguna razón objetiva, sin ninguna motividad ni razón política después de que en el Estado español fuera decretada la democracia. Por eso sus militantes encarcelados son vulgares asesinos o colaboradores apologéticos como Arnaldo Otegi, por ejemplo.

Todo crimen político es absurdo y abyecto y manifiesta en nuestros tiempos sin atisbo de duda el fracaso de la racionalidad humana, bajo el imperio de la libertad del ciudadano, de los pueblos y de las naciones. ¿Están hoy los pueblos de la actual España bajo el imperio de la libertad de los ciudadanos, de los pueblos y de las naciones, protegidos por ley alguna, por derecho propio o ajeno, o cualquier otro que emane de las actuales leyes españolas para la conservación y desarrollo en democracia de su nacionalidad, de su lengua, de su derecho a la libre decisión en todo lo referente a sus países y al libre ejercicio válido del derecho de autodeterminación? ¿O por el contrario penetran en tromba todos los medios audiovisuales en lengua castellana sin que exista ningunísima posiblidad legal de regulación como hace Francia con su francés o Rumanía con su rumano? Hoy se pavonean y se cachondean el uno y el otro de todo ello, reduciéndolo a eso de: «Tranquillo Mariano, tranquilo, que sus consultas populares son puramente alegales y no valen absolutamente para nada».

Así que ver sólo a una de las partes pidiendo perdón de rodillas o de pie por crímenes que ni siquiera ellos han cometido ni ayudado a cometer en nombre de nada aunque se tuviera perniciosa connivencia ideológica, es muy de los nacionales de siempre, muy del Santo Oficio, muy chabacano, muy interesado políticamente, poco práctico, poco democrático, terriblemente insultante y sobre todo ineficaz si lo que se busca es la paz, a no ser que ciertas víctimas y sus familiares fueran y sean hoy soldados políticos interesados de una de las Españas, la España nacional. Sabemos que esa adscripción absoluta no es mayoritaria entre las víctimas causadas por ETA y no deja de ser además una manipulación interesada de los nacionales de siempre. Los muertos por la violencia política son todos víctimas y todos tuvieron un final que ninguno deseó.

Pero sí se debería pedir perdón, y no por cuestiones de oportunidad política o mero trámite nacional-democrático. El Estado debería pedir también perdón por todos los crímenes de intencionalidad política cometidos en su nombre o directamente. Se debería, pues, pedir sincero perdón. Todos deberíamos pedir perdón, estén las víctimas donde estén, se cuente desde 1978, desde 1959, desde 1936, desde 1923, desde 1872, desde 1839 o desde 1714. Unos y otros deberemos pedir el perdón de la reconciliación en los valores democráticos de democracia real, pero no es de recibo que se exija pedir perdón a unos y a otros no. ¿En qué nombre? ¿En el nombre de los torturados que durante treinta años llevan denunciando organizaciones lejos de toda contaminación ideológica como Amnesty International? ¿En el nombre de los torturadores que nunca han sido condenados? ¿En el nombre de los asesinados por funcionarios del Estado, por los GAL y diversos batallones paramilitares, todos ellos hace mucho tiempo gozando de libertad? ¿En el nombre de los encarcelados políticos como Arnaldo Otegi y las decenas de procesos absurdos que han mantenido en prisión a personas de ideologías contrarias a la España nacional? ¿En el nombre del ensañamiento y la venganza paranoica contra los presos de ETA, reformando las leyes para alargar sus penas una y otra vez o persiguiéndoles por toda la faz de la tierra tras el cumplimiento de la pena?

Pero perdón, siempre perdón, a pesar de los pesares y también y principalmente a todos los familiares de las víctimas y a ellas mismas cuando estén vivas. Perdón a todos aquellos que actuaron en el desempeño de sus funciones, convencidos de su buena fe o de la rectitud de su causa que a buen seguro lo eran la mayoría, en los dos bandos.

Y a los crímenes abyectos de los dos lados, como el atentado de Hipercor o el torturar hasta la muerte para ser enterrados en cal viva, memoria histórica como recordatorio de que lo innegociable es la vida y la integridad humana. Y es que el perdón no sale de ningún acto y no necesita protocolo, ni declaración alguna. Sale de dentro hacia afuera y se manifiesta en el comportamiento diario, lejos de la insidia, de la razón exclusiva y del rencor.

La violencia de cualquier tipo causada por motivos políticos debería repugnar a la razón humana. En toda guerra están las víctimas colaterales, en esta que nos atañe también. La consideración de su probada inocencia debería extenderse a todos porque en su raíz la violencia victimaria de motivación política es irracionalmente ciega y absurda. Esa consideración es el mayor perdón que nos podríamos dar todos.

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