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Subversión del tiempo y las emociones

Algunos comentarios advierten que «Arriya» es una película «muy vasca». Falso. No hay peor ciego que el que no quiere ver la universalidad de un tema aplicado a nuestro entorno. Tres familias, un triángulo sentimental y una maldita piedra, estos son los ingredientes alquímicos que el autor ha sabido conjugar a la perfección.

Koldo LANDALUZE Periodista y crítico

Una piedra permanece inmóvil en mitad de una plaza. Aguarda ser arrastrada desde tiempo inmemorial, cuando -tal y como dejó cantado Mikel Laboa- fuimos ese polvo de estrellas que germinó en vida. No va a resultar tarea fácil mover esta piedra ancestral que permanece fuertemente arraigada en las entrañas de la tierra y que ha sido testigo presencial de cada uno de nuestros actos y desde el instante preciso en que dos simios se olisquearon, tocaron, abrazaron y, por fin se besaron. A partir de esta secuencia todo cambió: la vida adquirió sentido y comenzaron los múltiples conflictos que genera este acto tan cotidiano que activa y explosiona nuestras emociones.

La piedra permanece en mitad de una plaza, aprisionada por una cadena que casi se funde con ella y aguardando a esa bestia interior que la saque de su quietud. A través de «Arriya» el cineasta Alberto Gorritiberea nos invita a ser partícipes de un ritual tan viejo como el mundo y presidido por la totémica estampa de una piedra que, progresivamente, abandonará su apariencia rugosa para transformarse en excusa, en símbolo inalterable y detonante dramático. Desde que Shakespeare acertó a concretar los desencuentros familiares -aplicados desde una óptica sentimental- y los bautizó como Montescos y Capuletos, identificamos de inmediato los síntomas de cierta anomalía afectiva que deriva en tragedia.

Algunos comentarios advierten que «Arriya» es una película «muy vasca». Falso. No hay peor ciego que el que no quiere ver la universalidad de un tema aplicado a nuestro entorno. Tres familias, un triángulo sentimental y una maldita piedra, estos son los ingredientes alquímicos que el autor ha sabido conjugar a la perfección para elaborar un proyecto sólido y que reta al espectador constantemente porque si el destino es caprichoso, el paso del tiempo no lo es menos. El tempo utilizado por Gorritiberea no entiende de normas preestablecidas y, por ello, el autor ha creado un imaginario ubicado en una localidad fronteriza donde el reloj se resiste a avanzar hacia adelante hasta que la piedra no sea movida, lo que provocará que la apuesta que determinará el futuro de las familias enfrentadas, adquiera ribetes casi mitológicos.

Los minutos se convierten en días, meses, años... y los protagonistas pagan las consecuencias de ese mal tan profundamente arraigado en mitad de una plaza. Técnicamente, la película nos descubre que el cineasta es un autor muy dotado para las distancias cortas y que sabe colocar la cámara en el momento preciso, sin estorbar, para atrapar ese susurro y esa sonrisa cómplice que comparten dos personas en su intimidad. Interpretativamente, destaca la labor de un trío protagonista en el que Iban Garate delega en ellas -Begoña Maestre y Sara Casasnovas- toda la fuerza telúrica que hace mover esta historia. La segunda ha sabido sacar partido a su magnética mirada en la última y determinante escena que le ha regalado el cineasta y la primera consigue cautivarnos porque su sola presencia gobierna por completo toda la pantalla y «devora» con su magnífica interpretación a quienes le rodean. En este apartado sería injusto no citar la siempre solvente aportación de un reparto integrado por actores tan curtidos como Ramón Agirre, Kandido Uranga o Joseba Apalaolaza y, si bien me hubiera parecido muy hermoso escuchar «Izarren hautsa» en la escena final, no es menos cierto que la sobresaliente banda sonora de Bingen Mendizabal aporta el pulso que requiere cada uno de los capítulos vitales que conforman estas crónica emocional sensible, hermosa, cálida y dolorosa.

 
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