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«¡Prensa diaria una Peseta! ¿Qué es eso?»

Otsagabia volvió ayer a los inicios del siglo XX, a la época en que «los colchones se renovaban cada año», «lo que servía para todo no era el paracetamol» y «para afilar unos cuchillos se subía el Tourmalet». Orhipean rememora año tras año -al cabo de los once, lleva camino de convertirse en tradición- la vida en 1900 y viste al pueblo del valle de Zaraitzu y sus habitantes como antaño.

Josu GANUZA | OTSAGABIA

En estos tiempos de avances tecnológicos, redes sociales y mucha prisa, lo cierto es que parece que aquellos principios del siglo XX no tienen absolutamente nada que ver con la realidad que vivimos. Una época que el pueblo navarro de Otsagabia se encarga de recordarnos y que, aun siendo cada vez más lejana, sí tiene todavía cosas en común con nuestros días. Así opinan Rosa Otxoa e Inma Eseberria, que se visten de mondongueras en Orhipean «para enseñar cómo se hacían el txorizo, el txistor y la birika». Ambas dicen que «como ahora, las mujeres trabajaban, incluso más, aunque haya alguno que diga lo contrario».

Al llegar a éste pueblo de Zaraitzu durante la celebración del festival, los niños y niñas entregan la prensa vestidos como en 1900 y al grito de: «¡Prensa del día! ¡Prensa de hoy! ¡Una peseta!». Los sacos en las calles, la ausencia de señales de tráfico o de semáforos, la gente vestida de baserritarra, el olor a brasa... Todo nos retrotrae a 1900... hasta que el mismo niño que «vende» la prensa a una peseta se pregunta: «¡Una peseta! ¿Qué es eso?». Menos mal que cerca está la escuela, para que Lourdes Goienetxe le enseñe que había otras monedas antes del euro. Maestra de profesión durante Orhipean, Lourdes ocupa la entrada del local en donde enseñaban sus tías «a chicos y chicas que eran más formales, porque respetaban más al maestro o maestra». Ella cree que antes «se educaba, más que enseñar» y ahora «se hace lo contrario». En el aula se pueden ver los mapas colgados, libros en las estanterías, los pizarrines que utilizaban los estudiantes cuando no había cuadernos y una hucha con la cara de un chino, donde se recogía dinero para enviarlo a las misiones. Y añade con sorna que «ahora igual son los chinos los que terminarán recogiendo dinero para nosotros».

Por las calles de Otsagabia, entre los diferentes puestos se encuentran las jaboneras. Mujeres que se encargan de elaborar el jabón, ese detergente que se utilizaba para todo: para limpiar la ropa, el suelo, los cristales... Oihane de Miguel nos explica cómo se elabora y que éste era un oficio de mujeres, porque «eran ellas las que limpiaban y entonces tenían que hacer el jabón». Dice que era injusto, pero que las cosas eran así. «Con sosa, aceite, agua, manteca de cerdo y esencias, en tres días el jabón estaba preparado» explica Oihane.

Y de una labor llevada a cabo por las mujeres del pueblo a otra: las mondongueras. Allí están Rosa e Inma, que preparan el relleno de los embutidos. «Carne, grasa, tocino, sal, ajo y pimentón es todo lo que se necesita para hacer el txistor». Inma explica que «aquí se llama txistor porque lo hacemos gordo y la txistorra es más delgada». La carne empleada para la elaboración de estos embutidos es la del cerdo que «se ha matado al comienzo del Orhipean». Una carne que, antaño, también la analizaba un veterinario. De esa labor se encarga Jesús Mari de Andrés. Tras la matanza, éste mira las piezas de diferentes partes del cerdo y, cuando el doctor de Andrés da el visto bueno, los hombres almuerzan el tocino y las mujeres preparan las morcillas removiendo la sangre con las manos.

Mientras tanto, otro doctor, el señor Ventura pasa consulta a sus pacientes. El médico del pueblo atiende a los enfermos y avisa que «aunque obviamente yo no viví en 1900, creo que la gente era más respetuosa y los enfermos eran de verdad, porque sólo se iba al médico para cosas serias». Y es que, sobre todo en los pueblos, «no se quería llamar al mal tiempo». Ventura dice que las condiciones de trabajo un médico eran bastante duras y «se le obligaba a tener caballo porque tenía que recorrer todo el valle y también el Irati». En la puerta de la consulta hay una nota en que se solicita un médico y habla del jornal de un doctor de la época, 3.000 pesetas al año. Pero también en la medicina hay cosas que no cambian. «Siempre ha habido algún medicamento que ha servido para todo» avisa el doctor. «Entonces no había ni paracetamol, ni ibuprofeno y para cualquier cosa se utilizaba el linimento Sloan».

Pero los médicos no eran los únicos que en aquellos años recorrían cientos de kilómetros. El afilador, a pesar de que no se movía de su taller, pedaleaba durante horas para afilar un puñado de cuchillos y tijeras. Jesús Etxeberria bromea: «En lo que va de mañana, para afilar unos cuchillos he pedaleado tanto como en una etapa del Tour. Ya he subido el Tourmalet». Pedalea para girar la piedra hecha de arenisca. Además de afilador, ejerce de «paragüero y capador».

Otro que ha recorrido Zaraitzu y alrededores es Tthale. Desde la selva del Irati trae el queso, porque «generalmente en Zaraitzu no había tradición de hacer quesos, los traían los pastores». Continua diciendo que «yo sigo haciendo eso». Junto a la fachada de una casa ha montado para el festival una borda de pastor en la que no faltan «las provisiones que nos llevamos al monte y los cencerros de las ovejas». Y algo que siempre llevaban los pastores en sus largos itinerarios era el pan. En la panadería, cerca de la borda de Tthale, Nati Mendioroz y sus compañeras elaboran el alimento diario. Explica que «se usaba una masa madre que se hacía en la víspera y a ella se le añadía la harina, agua y sal. Cuanto más compacta se quería la miga más masa madre llevaba», detalla. Y es que «el pan tenía que durar mucho tiempo».

La gente no andaba descalza y por ello la necesidad de un zapatero. Rubén Karmona explica que su poca «maña» para hacer calzado es porque «mi familia no es de zapateros, pero a alguien le tenía que tocar ser el primero». «Llevo todo el día preparando un par y ya tengo suficiente» ríe. Y para descansar, de andar y trabajar, nada mejor que «los mejores colchones de la historia». Las colchoneras cosen la tela rellena de «lana de oveja bareada». Isabel Esain cuenta cómo «la lana se barea para tener el colchón blando», unos colchones con los que «a nadie le dolía la espalda» y «se estrenaban cada año, porque se vaciaban para volverlos a mullir».

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