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Antonio Alvarez-Solís Periodista

El colesterol y la economía

El autor parte de la analogía entre los peligros del colesterol acumulado en los vasos sanguíneos y la mecánica de acumulación sin medida y sus efectos en la economía, para profundizar en el análisis global de un capitalismo sin flexibilidad arterial. Llega a la conclusión de que la decadencia occidental, que ya previó Spengler, es un hecho y se pregunta si el futuro pasa por seguir con el «azaroso trabajo de achique» o ha de procederse «revolucionariamente». Apuesta por una gran revolución colectivista y concluye afirmando que no es cuestión de «cirugía reparadora», sino del paso a una «genética de la libertad».

Cualquier ciudadano conoce los peligros del colesterol ligero que se acumula en los vasos sanguíneos hasta producir un ateroma que derivará posiblemente en un infarto. Se trata de un conocimiento de fisiología elemental. Por tanto huelgan más explicaciones.

De lo que no son conscientes muchos ciudadanos es de que la mecánica de la acumulación sin medida, con todas sus consecuencias, se produce también en la economía, ya se trate de la economía de motor privado o de motor público. Es lo que le está ocurriendo a Alemania con su exceso de producción incolocable en un mundo que está quedando sin consumidores adecuados o normales para producir una circulación ordinaria de la riqueza germana, que es riqueza con un exceso de calorías. Alemania empieza a infartarse.

La mecánica vertical del mercado capitalista con su concentración del número de centros productivos, con su anulación de países competidores y su absorción de empresas para acumular activos, la mala circulación de capitales y otras diversas prácticas anticompetitivas está destruyendo la flexibilidad del sistema arterial de la economía alemana, que necesita consecuentemente intensificar su búsqueda de clientela en un mundo que, contrariando ese objetivo, se empobrece crecientemente. Este panorama de vacío comprador se repite en Estados Unidos, en Francia, en Inglaterra... que ya no cuentan con ámbitos exteriores adecuados para un consumo robusto de sus productos, sino que han de generar esos ámbitos mediante métodos tan costosos, agotadores y peligrosos socialmente como son los conflictos bélicos y otras intervenciones que desequilibran el poder que se afana en esta creación de mercados absurdos.

El mercado ya no se produce, en consecuencia, con la lógica burguesa que perduró hasta entrado el siglo XX, en que el propio consumo interior en estados poblados garantizaba la base de la producción, sino que ha de construirse con unos procederes infartantes, lo que genera su artificiosidad. Se crea un mercado agónico sobre una superficie cadavérica. Alemania ya ha devorado potencialmente a Europa mediante la máquina de la Unión Europea. El marco alemán coloniza el euro y lo proyecta peligrosamente frente al dólar; su capacidad de empleo doméstico -que empieza a estar colmada- destruye la posibilidad del empleo en marcos ajenos; su máquina militar renace; su herencia cultural se impone y su ya averiada visión de la realidad aún encandila y reduce la posibilidad de respuesta por parte de su creciente entorno. Es más, las minorías dirigentes de Europa Unida, empezando por sus gobiernos cautivos, tratan de aplicar muchos rasgos de la dinámica económica alemana ocultando a sus gobernados que eso es imposible porque han arruinado sus propias bases para una cierta y eficaz competencia. Se trata de países que ya no cuentan con una estructura financiera propia y que, por tanto, no pueden poner en marcha la máquina de la vieja economía real burguesa porque su mecánica pertenece, además, a un pasado de clases que las contradicciones internas han averiado profundamente. Alemania ya no es una locomotora válida para tirar de un tren cuyos vagones están quedándose sin ruedas.

La situación es realmente endemoniada. Frente a ese Occidente que tiene muy difícil hacer cosas nuevas, aunque sólo sea para mantenerse a flote, estados continentales como China, India, Brasil, la misma Rusia, consideran llegado su momento productivo basado sorprendentemente en las condiciones que hicieron posible el industrialismo hoy agónico en los hasta ahora grandes y clásicos países occidentales; esto es, con una población obrera en extrema explotación, un respaldo público que viola la esencia del proclamado mercado libre, una capacidad de agresión material en aumento, una manipulación monetaria basada en el apresamiento de las por ahora potentes divisas occidentales y un desdén por el viejo juego democrático del que sólo aprovechan sus aspectos teatrales.

Es decir, son estados cuyas poblaciones han sido convertidas en multitudes que buscan su liberación material sin importarles las consecuencias políticas que puedan producirse. Son países inmersos en revoluciones no declaradas formalmente, que son conscientes de que las acciones económicas privadas son sólo posibles si se apoyan en una máquina colectiva sólida y beligerante ante las mal llamadas reglas de la libertad conocida como referencia de democracia y derechos humanos.

Son, en el fondo, estados «bárbaros» que marchan contra el viejo imperio que trata de contenerlos mediante acciones bélicas a la puerta de sus fronteras y alianzas que paradójicamente están acabando con el orden establecido, que se basaba hasta ahora en un esquema colonial imposible ya.

Las consecuencias de esta arrolladora marcha «bárbara» resultan previsibles si se hace una minuciosa consideración histórica. El mismo alud inmigrante procedente de tales países desvela la situación de debilidad política y social en que vive el gran y andrajoso Occidente. La vida occidental está penetrada hasta la raíz por sustancias ajenas a su genética y no tiene la más mínima posibilidad -incluyendo la brutal política de expulsiones- de prolongar en el tiempo sus formas y modos de existencia. Las colonias, formales o derivadas, han confluido en el seno mismo de las potencias colonizadoras y las han anegado. La decadencia occidental que previó Spengler es ya un hecho. Su culminación resulta, creo, cuestión de un tiempo más bien breve. La nave es demasiado vieja para hacer frente a la poderosa aunque desordenada ola.

Y bien, el futuro de los pueblos occidentales ¿ha de conseguirse mediante un azaroso trabajo de achique, creyendo en imposibles continuidades, o ha de procederse revolucionariamente incorporándose a lo que pretenden las naciones emergentes? Al llegar a este punto, se abre una reflexión que exige profundidad y seriedad verdaderas.

Occidente tendría su gran ocasión histórica para salvar a sus pueblos de la descomposición ya manifiesta encabezando una gran revolución de tipo colectivista, o llamémosle socialista, que fijara en un marco común a los pueblos emergentes mediante una economía que sirviera para coordinar, con un espíritu elevado, lo público como base y lo privado como consecuencia. Se trataría de un nuevo industrialismo humanista, de una financiación democrática, de un comercio respetuoso, de una vida social prudente, moderada y con capacidad de sostenimiento. Se trataría de trocear la masa sólida e informe de un institucionalismo que ha devenido realmente insoportable para conseguir una oxigenada vida común y que han degradado todas las normas de convivencia noble y digna. Es decir, se trataría de rescatar el alma de las naciones para que se realizaran políticamente en un marco de igualdad y respeto. Las naciones han de liberarse de sus monstruosos estados multipoliciales en lo social, en lo económico, en lo militar e incluso en lo religioso, para crear otras formas sustancialmente democráticas de relación política.

Una sociedad, en resumen, liberada del colesterol fatídico que supone la concentración de la vida en muy pocas manos y que ha obstruido las arterias de una existencia verdaderamente humana. Las masas necesitan amplitud de posibilidades para dejar de ser informes y trasformarse en un tejido oxigenado, con estructuras transparentes y con horizontes apetecibles. Esto no es cuestión de una cirugía pretendidamente reparadora sino del paso a una genética de libertades.

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