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Jon Odriozola Periodista

Kukutza y muñecas abandonadas

Fue con Hobbes (un ateo que destrozó el origen divino de la Ley, un acto revolucionario a la sazón) que la propiedad comienza a considerarse un fin en sí mismo. Con su doctrina se acabó el uso y disfrute común de los bienes de la Naturaleza

A fuer de pelma, siempre digo lo que todo el mundo, en el fondo, sabe pero cuenta la feria según le va: la propiedad privada es la raíz de todos los males que sufren los desposeídos de los medios de producción salvo de la venta de su fuerza de trabajo (y en crisis ni eso). O ni siquiera venta de nada, como ha ocurrido en Errekalde (hay precedentes) con Kukutza, donde el desinterés activo de unas energías desatadas, sin ligaduras, trataban de crear alternativas al statu quo imperante (Rekalde tiene mucha historia combativa) o, como diría el alcalde de Bilbo, Azkuna, el «modelo social» que defiende la burguesía propietaria. Lo que se ha impuesto -de momento- en Kukutza es el interés de la propiedad privada de un edificio abandonado años ha contra el desinterés de quienes lo okuparon para trabajarlo sin ánimo de lucro.

Este episodio me recuerda una pieza de teatro para niños que, en 1962, escribiera Alfonso Sastre, titulada «El circulito de tiza», en homenaje a B. Brecht y su a su vez basada en Li Hsing Tao, autor chino medieval, «El círculo de tiza caucasiano». Hay una segunda parte que se titula «Pleito de una muñeca abandonada», que suena a juicio salomónico. Sastre pone en escena la historia de unos niños de arrabal que encuentran una muñeca abandonada y semidestrozada por una niña repipi que es recompuesta gracias a su amor, arte y trabajo y que, visto el satisfactorio resultado, es reclamada por la niña de papá como suya, de su propiedad amparada por la ley, que diría el dúo cómico Azkuna & Ares. La moraleja de Sastre (término que no le gusta en demasía) es: «las cosas pertenecen, si es que somos humanos, a quienes las trabajan o cuidan con sus manos». Y no a los caprichosos que las abandonan cuando les aburren (pero luego especulan).

Fue con Hobbes (un ateo que destrozó el origen divino de la Ley, un acto revolucionario a la sazón) que la propiedad comienza a considerarse un fin en sí mismo. Con su doctrina se acabó el uso y disfrute común de los bienes de la Naturaleza. Ese derecho al uso común es como si no se disfrutara de derecho alguno. Todos querrían algún pedazo porque, según él, el hombre es lobo para el hombre y de ahí la necesidad imperiosa de un Leviatán (un Estado, un Rey Absoluto) que pusiera orden general y freno a las ambiciones particulares (todavía no había llegado Locke, verdadero inspirador del liberalismo político). Y de ahí, también, que sólo el Estado pudiera crear la verdadera propiedad, pues que el hombre, en su naturaleza, no distingue lo ajeno de lo propio y se cree que todo el monte es orégano y este mundo Jauja. Según Hobbes, «sucede con las leyes del Estado lo mismo que con las normas del juego: que lo que todos los jugadores acuerdan entre ellos, no es injusticia para ninguno». Las leyes de la burguesía como leyes universales, las leyes de una clase como leyes finales, que dijera Marx. O Azkuna, ese hobbesiano sin, probablemente, saberlo, y de saberlo, harto improbable, no le llega ni a la altura del zapato al inglés. Y es que donde esté la Plaza Arriquibar...

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