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Mario Zubiaga | Profesor de la UPV-EHU

Euscatalunya

Al menos desde la guerra civil, su mirada no ha podido ocultar un cierto arrobo. El pueblo catalán ha envidiado secretamente nuestro modo de entender la cuestión nacional: «estos vascos todo lo hacen a la brava, ni templan ni contemporizan». Sin embargo, la vascofilia catalana de los últimos años ha sido seguramente inmerecida. Ni aquí se ha dejado de contemporizar con España, quizás demasiado, ni los segadores catalanes han sido menos arrojados que sus vecinos vascones. En todo caso, con el fin de ETA, los modos reivindicativos de las dos grandes naciones peninsulares sin estado van a ser seguramente más homogéneos. En este sentido, en lo que nos atañe, la inevitable «catalanización» de la política vasca tendría que servir al abertzalismo para insistir en los aciertos y evitar los errores que han ilustrado la política reciente en la nación hermana.

A finales de los noventa, junto con el declive del modelo negociador pujolista, los partidos nacionalistas catalanes pisaron el acelerador de la construcción nacional y se lanzaron a un necesario proceso de fagocitación de las opciones catalanas de fidelidad española. ERC construyó un soberanismo cívico que, sin aminorar el compromiso identitario, reforzaba la idea de adhesión nacional voluntaria. Con un discurso de izquierdas moderado, so capa de integrar a los nuevos inmigrantes, buscaba realmente sumar a los viejos inmigrantes de los cinturones industriales, fundiendo por la base a un PSC cuya cúpula, desde el maragallismo, no era menos catalanista que los mismos republicanos. En el caso de CIU, su salida del gobierno de la Generalitat y la opción izquierdista moderada del tripartito le obligaron a asumir la representación tout court de una derecha defenestrada que fácilmente podía ir absorbiendo los últimos restos del PP catalán, estructuralmente débil cuando el catalanismo se viste de Duran i Lleida. El resultado lógico de esa doble operación era el conocido esquema de tres patas: catalanismo de izquierdas o izquierda catalanista, tanto da, derecha catalana y residuo jacobino, con unos Citadans recogiendo los restos indigeribles del PSC y el PP. No obstante, un error propio y un acierto ajeno reventaron la natural evolución hacia esa Catalunya-Nación autocentrada. El acierto es el del PP enganchándose al populismo xenófobo en una banlieue en proceso de proletarización galopante. El error de ERC es doble: su apuesta «todo o nada» por un Estatut pactado con un PSC que, por definición, no podía sublevarse frente al cepillo de Madrid, y la posterior repetición del tripartit después del fiasco estatutario. La búsqueda de percha constitucional sin un frente nacional coherente sólo podía conducir al fracaso. Lógicamente, CIU vuelve ahora a un neopujolismo que le permita «vasquizarse» en lo que entiende fundamental: un buen concierto económico.

De este relativo desastre ¿qué es lo que pueden aprender los abertzales? En el ámbito externo, parece evidente la conveniencia de articular fuerzas cuando se trate de defender un nuevo estatus político vasco. En esto no caben transversalidades epidérmicas o insostenibles ante Madrid. Aprendamos del batacazo de ERC. En nuestro caso, del mismo modo que el PP y el PSOE nunca romperán su pacto de hierro en Euskal Herria, mientras en España a veces parece que pueden volver a darse candela como en el 36, las dos tradiciones abertzales podrían acordar, por ejemplo, «un plan Ibarretxe bis» con apoyos institucionales y sociales sólidos, antes que una reforma estatutaria transversal, sólo satisfactoria para quien tiene capacidad de veto aquí y allí, es decir, el españolismo. Esta debería ser la prioridad en este momento: la definición de un nuevo estatus a partir del impulso abertzale conjunto.

En el ámbito interno, y a medio plazo, dos son las reflexiones posibles a la vista de lo ocurrido en Catalunya.

Por un lado, podemos convenir que, con matices, el punto de partida para cualquier análisis es similar: la debilidad del españolismo en las naciones periféricas, que no parece tener un proyecto de futuro seductor o movilizador para el país, salvo la mera resistencia numantina. Ya apuntábamos que, a punto de desaparecer, el PP se ha repuesto en Catalunya por la vía lepeniana. Algo que aquí no le va a servir, aunque sólo sea por las bajas tasas de inmigración. Y el fenómeno de UPN no puede liquidarse sencillamente con una referencia a su españolismo: es mucho más complejo y precisa una mayor finezza en su gestión. El PSE-N, por su parte, reducido cada vez más a un voto-comunidad, no tiene casi recursos políticos para evitar que sus votantes menos nostálgicos opten por posiciones alternativas, realmente hegemónicas. Su desdibujamiento ideológico reciente -pactos con PNV, UPN y PP- ha auspiciado la plasticidad de unos votantes que o se van agotando por pura exigencia biológica o salen de unos modelos educativos que, poco o mucho, van educando «vasquistas». Va a resultar que Mario Onaindia fue un adelantado a su tiempo.

Sin embargo, la precocidad es mala en casi todo lo importante, por ejemplo, en política. Por eso, la siguiente consecuencia del diagnóstico anterior, aunque probable, quizás necesite una cierta maduración. Nos estamos refiriendo a la oportunidad de aprovechar esa debilidad del proyecto español en Euskal Herria para el siguiente salto adelante, el de su fagocitación. Si así fuera, el PNV haría bien en seguir la senda de la derecha catalana y, abandonando gestos pseudosocialdemócratas poco creíbles, asumir sin ambages su papel como gestor local de las lógicas neoliberales. Posiblemente eso hará que los sectores jeltzales que han sabido fundir la doctrina social de la iglesia con una tercera vía new age empiecen a estar incómodos en su partido e, incluso, busquen su nuevo lugar político bajo el sol que acaba de surgir tras el ocaso de la lucha armada.

La deriva futura más lógica del jeltzalismo se ha manifestado recientemente, en una clave muy catalana, por cierto: la respuesta a la lógica okupa. Podrá gustar o no su pelaje, estará viejo y herido, pero nadie puede negar que Azkuna es todo un animal político. Una frase suya, cualquier frase suya, corta el nudo insulso de la realidad políticamente correcta y define claramente el antagonismo, los ejes de polarización principales sobre los que se tensiona lo real. Su actuación en el asunto Kukutza es el último ejemplo. Para el alcalde de Bilbo no vale con ser demócrata, hace falta ser legal, verdadera y profundamente legal. No sólo legalizado, mero cumplidor de la ley -esos son los peores-, es preciso adorar el orden y lo que este orden sostiene. Azkuna, como el centinela de Kafka, es un servidor de la ley, pertenece a la ley, y por eso es inaccesible al juicio humano. Y es inútil recordar, como el infortunado Joseph K, que de este modo la mentira se eleva a fundamento del orden mundial. Basta con que esa mentira sea necesaria. Y resulta que la propiedad privada es necesaria. Luego irrebatible. Por eso, el alcalde-centinela dice que no va a tolerar una sola ocupación en ningún sitio, de ningún modo, bajo ninguna circunstancia. Está definiendo así, con meridiana claridad, la opción fundamental que debería separar la derecha jeltzale de la izquierda soberanista: «sociedad al servicio de la propiedad» o «propiedad al servicio de la sociedad».

Defensor obvio de la segunda opción, el soberanismo vasco, podría reforzar su impulso articulatorio de los años setenta y sobre la base de un discurso social avanzado, ligado al desarrollo de los valores autóctonos de la solidaridad y la primacía de lo colectivo/público, proponer un modelo de país integrador de su diversidad interna, al estilo de lo que de positivo ha aportado ERC.

Si fuera ésta la evolución de la doble estrategia abertzale, distinguiendo con inteligencia la unidad hacia fuera y el antagonismo hacia dentro, el debate interesado que se quiere imponer en los medios madrileños acerca de quién va ser la fuerza nacionalista hegemónica en el Congreso, y la correlativa pugna interna acerca de quién es más o menos abertzale, perderían todo sentido. Se desvelaría así no el verdadero debate, no vayamos a caer ahora en una nueva versión del reduccionismo marxista, sino el doble punto nodal que en esta coyuntura histórica puede permitir articular mejor las fuerzas sociales que conducen a la emancipación social y nacional: el modelo de crecimiento y el reparto de la riqueza.

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