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Análisis | Tras la declaración histórica de ETA

La internacionalización del conflicto vasco-español

El autor analiza las formas en las que el conflicto vasco se ha internacionalizado. Por un lado, recuerda la política «contrainsurgente» que han desarrollado históricamente Madrid y París, que ha contado con poderosos aliados. Por otro lado, señala los esfuerzos de algunos países por impulsar la resolución de un conflicto que va más allá de ETA.

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Giovanni Giacopuzzi Autor, entre otros libros, de «ETA. Historia política de una lucha armada»

Leyendo estos días los ríos de tinta sobre el abandono de la lucha armada por parte de ETA, aflora repetidamente el pensamien- to del filósofo estadounidense Francis Fukuyama, referido al «fin de la Historia». Desde Euskal Herria se hace hincapié en algo que a veces la filosofía y la política olvidan: que los y las protagonistas de la Historia son hombres y mujeres. Que el «predefinido social» se puede cambiar porque no está hecho por un sistema binario.

Hay también otras sugerencias que parten de la avalancha de historias escritas desde la perspectiva española. La primera es la del choque de visiones en la manera de entender el sentido de palabras como «democracia», «nación» y «cultura». Samuel Phillips Huntington, autor del concepto «choque de civilizaciones», admitió que Occidente tiene una cultura-de-ombligo-del-mundo que no le permite entender la Historia. Siguiendo su reflexión, se podría parafrasear: «España no conquistó a Euskal Herria por la superioridad de sus ideas, valores o religión, sino por la superioridad en aplicar la violencia organizada. Los españoles suelen olvidarse de este hecho, los vascos nunca lo olvidan».

Bien sea por lo de las «construcciones míticas de la historia», que cualquier nación y estado ha hecho y hace, bien porque la Historia no se reduce a la «académica» sino que también existe la historia oral, la que se transmite de generación a generación, bien por la evidencia de que, como dijo Felipe González, hay «democracias que se defienden en los salones y en las cloacas», lo de Huntington nos lleva a la explicación de que, a pesar del abandono de las armas por parte de ETA, el conflicto sigue.

La percepción y consideración general sobre ETA ha ido cambiando. Aunque es de recibo que ha habido una construcción de ese imaginario, basado también en acontecimientos. Por ejemplo, que el problema vasco se reducía a la existencia de ETA. Pero en ello no ha puesto énfasis sólo España, sino también la misma estrategia político-militar de la organización.

España nunca ha estado sola en su lucha contra ETA. Ha pedido ayuda internacional, llegando hasta el reconocimiento público, directo o indirecto, también a la instrumentalizacion y al pretexto, de que ETA representaba algo más que una «organización terrorista». Franco lo evidenció con los estados de excep- ción que tuvieron a ETA como justificación. En la Transición, la guerra paralela (¿hay guerras limpias?), la Audiencia Nacional, la legislación penal, el golpe del 23-F... tenían en ETA su motivación de fondo. Después vinieron el Plan Zen, los pactos de Estado y autonómicos, las deportaciones y la dispersión, el derecho penal del enemigo, invenciones jurídicas como «entorno» y «contaminación», leyes con aplicación retroactiva, la denominada doctrina Parot, ilegalizaciones... hasta joyas (¡sic!) jurídicas como la sentencia Bate- ragune, entre otras. Hay mucho más, sin duda, pero la muestra indica que el último «conflicto armado en Europa» es también uno de los «conflictos políticos» más antiguos, más profundos y más articulados que el Viejo Continente ha conocido.

Lo recordó el director de la RAI italiana en 1991, cuando respondió con sorna a Rafael Vera, que definía a ETA como «una organización mafiosa», que ningún estado se había reunido públicamente en un tercer país con una «organización mafiosa» para negociar una solución al conflicto, tal como hizo España con ETA en Argel.

Por eso, la ahora tan denostada «presencia internacional» -«no tienen ni puñetera idea», etcétera- esconde una trayectoria en la que la lucha contra ETA ha tenido en lo internacional un soporte constante y fundamental. Pierre Joxe, entre otros, podría dar clases en ese sentido.

Desde 1953, España ha sido una especie de protectorado de EEUU, y el conflicto vasco-español se ha interpretado como un estorbo que, si no se podía eliminar, al menos había que reducir, desgastar. Para eso Madrid, con la ayuda siempre estrecha de París, no ha escatimado recursos ni humanos ni económicos. Gladio, tramas negras, crimen organizado, Fuerzas de Seguridad... fueron el lugar desde el que la lucha contra la disidencia vasca llamó a las armas. También se sirvió de «uniformados de día e incontrolados de noche», neofascistas italianos, mafiosos marselleses, pied-noirs, paramilitares latinoamericanos...

La colaboración internacional en los años 80 iba a desarrollar una serie de estrategias de sicología social que tenían estrecha relación con ETA y su proyección en la sociedad vasca. Si el surgimiento del GAL -que no ha sido «La Guerra Sucia», como se está escribiendo, sino una etapa de la misma- revelaba las conexiones entre los estamentos políticos y el mundo de la criminalidad organizada internacional, eso no impedía que se abrieran también otras puertas.

Las extradiciones, por ejemplo, no se dieron sin más. Se experimentó antes el impacto social de este tipo de medidas. Primero, con militantes de organizaciones en disolución -los polimilis- desde Bélgica; después, con refugiados adscritos a los milis, desde Francia.

Sin embargo, fue la deportación la que aglutinó a más países, tan diversos todos ellos como su ubicación geográfica: Sao Tomé, Togo, Gabón, Uruguay, Ecuador, Venezuela y República Dominicana. La deportación creaba otra figura jurídica, «el deportado apátrida», símbolo de un problema que no se podía solucionar, pero que al menos cabía apartar. Otros países, como México, hicieron también su contribución para apoyar las tareas «contrainsurgentes».

En ese sentido, el caso de Bolivia y de Rafael Masa es emblemático. Condenado por torturas, implicado en la muerte de Brouard, todo ello no fue óbice para que fuera nombrado jefe de los servicios secretos de la Guardia Civil. Cuando el GAL salió a la luz, Masa fue transferido a Bolivia, oficialmente en el marco de una operación de asesoramiento contra el narcotráfico en la que participó, junto a funcionarios franceses, en la desarticulación y masacre de un comando guerrillero boliviano.

En el trasfondo había una operación comercial de venta de «material para la seguridad». En este sentido, los negocios internacionales a raíz de la «guerra contra ETA» han sido otro capítulo de esta historia. Todos los países implicados han recibido pagos por sus colaboraciones. La «cooperación antiterrorista» llegó incluso a ser un elemento de peso en la adjudicación de los primeros tramos del TAV.

La colaboración estadounidense ha sido lógicamente una pieza clave. Desde la operación Sokoa (1986) hasta la inclusión de Batasuna en la «lista de las organizaciones terroristas» (2003), el sostén de Washington ha sido una constante también con contrapartidas como la entrada en la OTAN (1986) o en una guerra como la de Irak (2003), tal y como reivindicó Aznar. O incluso en la utilización de satélites espía.

En Europa hay pocos países que no hayan estado implicados -directamente o como anfitriones para el diálogo- en el conflicto vasco-español y -francés. Bélgica, Holanda, Gran Bretaña, Italia, Alemania, Noruega, Suiza, Irlanda y hasta la pequeña Andorra aparecen en las crónicas de estos años.

Una implicación internacional que ha llegado hasta el extremo de caer en la trampa y en la mitificación más bochornosa, como fue la aprobación de la resolución 1530 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en la que se atribuyeron a ETA los atentados del 11-M de 2004 en Madrid.

La lucha contra ETA ha llevado también a situaciones de paradoja histórica, como la expulsión del PNV de la Internacional Democráta Cristiana -de la cual fue uno de los fundadores-, por la presiones del PP y con el apoyo de Forza Italia, a raíz del Acuerdo de Lizarra-Garazi.

Sin embargo, ha habido quienes también han mostrado su disponibilidad para buscar una solución, tal y como ha demostrado la Conferencia de Donostia. No sólo países como Argelia, Noruega o Suiza, también diferentes personalidades internacionales. Italia ha tenido dos presidentes de la República tan diversos ideológicamente como el atlantista Francesco Cossiga y el socialista Sandro Pertini que se ofrecieron para mediar en la búsqueda de una solución.

Así que las enconadas críticas o la arrogancia mostrada por los partidos españoles hacia la Conferencia de Donostia, trampolín para la posterior declaración histórica de ETA, vuelven a evidenciar esa esquizofrénica relación con el mundo que el conflicto vasco-español ha supuesto para España. La necesidad de hacer campañas internacionales para «hacer entender» no sólo ETA sino «el conflicto vasco» ha sido una obsesión histórica de Madrid hasta hace pocos días.

Si este repaso revela que el discurso oficial sobre «buenos y malos» no ha funcionado muy bien, ahora que ETA ha dejado las armas la tarea será explicar por qué Madrid no acepta que «todos los derechos para todos sean garantizados y que todos los proyectos políticos se puedan ejercer si así lo refrenda la ciudadanía vasca». Es decir, la única cuestión de fondo, de antes y de ahora, del conflicto vasco-español.

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