Análisis | panorama postelectoral
Túnez, las nuevas reglas de juego
Algunos analistas y medios de comunicación alimentan ya el temor a un Gobierno islámico radical, en un regüeldo inquietante de la islamofobia que abortó la victoria del FIS en Argelia en 1990; otros, más realistas, desde la derecha o desde la izquierda, insisten al contrario en que poco o nada ha cambiado o va a cambiar tras la revolución y las elecciones a la Constituyente.
Santiago ALBA RICO Filósofo
Las relaciones establecidas y las presiones no le permitirán a Nahda ir demasiado lejor, pero las reglas del juego ya son otras en el Norte de África y el mundo árabe y no cabe descartar un furuto neocalifato democrático, que quizá será el camino hacia el soberanismo y el socialismo en la zona.
Las elecciones a la Asamblea Consituyente celebradas en Túnez el 23 de octubre han deparado algunas sorpresas menores. Primero, la aplastante superioridad del partido islamista Nahda, cuya previsible victoria se cifró siempre muy por debajo de esos 90 escaños finalmente obtenidos (casi un 42%). Esta superioridad, sin embargo, es coherente con las expectativas señaladas por sus propios líderes en los días previos a la votación y con las estadísticas que cualquier observador imparcial podía elaborar a partir de conversaciones en la calle y visitas a los barrios populares. Nos guste o no, hay algo hasta saludable y racional en esta orientación de la mayoría de los ciudadanos tunecinos: Nahda es un partido islámico en un país musulmán; es un partido democrático en un país que se alzó contra la dictadura; es un partido sometido durante años a persecu- ción en un país que rechaza cualquier sombra del antiguo régimen; es un partido «populista» en un país dominado por problemas económicos y sociales.
La segunda sorpresa relativa es el descalabro de los partidos de oposición legales bajo Ben Alí, a los que hace seis meses se consideraba en situación privilegiada para abordar la transición. El Partido Democrático Progresista de Najib Chebbi, un liberal de centro izquierda que EEUU favoreció durante años como recambio posible al dictador y al que todos aupaban a la segunda posición muy cerca de Nahda, sólo pudo alcanzar la quinta plaza con un misérrimo 8% (17 escaños) mientras que el Polo Democrático Modernista, la coalición apoyada desde fuera por el PSOE y aglutinada en torno al movimiento Tajdid (Renovación, el ex-PC tunecino), rayó apenas el 3%, obteniendo 5 escaños. Ambas fuerzas pagaron su reformismo bajo la dictadura, así como su oportunista participación en el primer Gobierno provisional tras el 14 de enero, derrocado por la Qasba. Su insistencia en polarizar a la sociedad en torno a la defensa del laicismo, que nadie había cuestionado, no sólo no les ha dado votos sino que muy probablemente ha contribuido también a la victoria de Nahda.
La tercera sorpresa menor ha sido el consistente resultado del Congreso por la República y de Ettakatol (Bloque por el Trabajo y las Libertades), segunda y tercera fuerzas con 30 y 21 escaños, respectivamente. El CPR, dirigido por el carismático Moncef Marzouki, un honesto defensor de los derechos humanos vinculado a la izquierda nacionalista, ya ha declarado su intención de negociar con Nahda. En cuanto a Ben Jaafer, el líder socialdemócrata de Ettakatol, es muy probable que se convierta en presidente de la república en el Gobierno provisional que saldrá de la Asamblea Constituyente y cuyo primer ministro será, con casi toda seguridad, el islamista Hamadi Jebali.
En cuanto a los resultados de la izquierda marxista, han sido muy decepcionantes. Es verdad que la disolución del Frente 14 de Enero disminuyó mucho sus posibilidades, pero todavía la víspera de las elecciones una alucinación de entusiasmo -fruto del mucho trabajo invertido- llevaba al Partido Comunista Obrero de Túnez a especular con un 10% de los votos. Los tres escaños alcanzados recompensan de forma muy cicatera los años de lucha contra la dictadura y demuestran el desplazamiento histórico hacia el islamismo de los potenciales partisanos del socialismo.
La única verdadera sorpresa, y muy grande, ha sido la irrupción, con 18 escaños, de la lista independiente Petición Popular. Encabezada por Hechmi Hamdi, millonario propietario de una televisión satelital con sede en Londres (Mustakila), su candidatura se vincula al aparato de la dictadura y el periódico «Le temps» asegura que Ben Ali la apoyaría desde su exilio en Arabia Saudí. Las muchas irregularidades durante la jornada electoral llevaron a la Alta Instancia Electoral Independiente a anular sus votos en seis circunscripciones, incluida la de Sidi Bouzid, la ciudad donde empezó, el 17 de diciembre, la revolución y donde Petición Popular, paradójicamente, habría desbancado a Nahda de la primera posición. Durante dos días, la ciudad del mártir Bouazizi registró violentos enfrentamientos a causa de esta decisión.
¿Qué lecciones podemos sacar de estos resultados? ¿Deben alegrarnos o no? Algunos analistas y medios de comunicación alimentan ya el temor a un Gobierno islámico radical, en un regüeldo inquietante de la islamofobia que abortó la victoria del FIS en Argelia en 1990; otros, más realistas, desde la derecha o desde la izquierda, insisten al contrario en que poco o nada ha cambiado o va a cambiar tras la revolución y las elecciones a la Constituyente. Ambas posiciones se equivocan, en mi opinión. Nahda, un partido pragmático (más que moderado), con buenas relaciones ya con las fuerzas políticas reaccionarias europeas y estadounidenses, incluido el Vaticano, está sometido a demasiadas presiones externas e internas como para permitirse ir demasiado lejos. Su anuncio de un Gobierno de amplia unidad nacional pactado con las fuerzas izquierdistas, con las que forma una abrumadora mayoría «rupturista», al menos a nivel simbólico, deriva no sólo del temor a «quemarse» en solitario durante el período constituyente sino también, y más decisivamente, de la conciencia del nuevo marco geoestratégico regional y global y del despertar inesperado del poder popular.
Pero esto no quiere decir que nada haya cambiado o nada vaya a cambiar. Que Nahda sea aceptado y quizás digerido por las potencias occidentales no debe hacer olvidar que el choque -in- menso- ya se ha producido. Baste pensar que la UE y EEUU apoyaron durante años una dictadura feroz para impedir que gobernara quien hoy ha ganado las elecciones tras una revolución popular. Veinte años después del golpe de Estado contra el FIS en Argelia, es la presión popular que reclama verdadera democracia la que impone a esas mismas potencias un islamismo a su vez renovado, consciente de la autonomía del impulso social. Túnez ha cambiado ya las reglas del juego en el Norte de Africa y en todo el mundo árabe y, a la espera del desenlace de los dolorosos y quizás apocalípticos procesos abiertos en otras partes, no cabe descartar la configuración en los próximos años de una especie de nuevo califato, guiado por una Turquía semi-independiente (y no por Arabia Saudí), de corte democrático, moderno y contrahegemónico. La situación es demasiado incierta para hacer predicciones, pero nada tiene de provocativo afirmar que en esta zona del mundo es el neocalifato el camino más probable -si lo hay- hacia el soberanismo y el socialismo.
Entre tanto, quedan los que no votaron. La alta participación, también inesperada, no debe hacer olvidar que la abstención alcanzó el 45%. Aparte algunos grupúsculos de extrema izquierda, lúcidamente equivocados, y la ultraderecha islamista del movimiento Tahrir, la mayor parte de esa abstención no obedece a una consigna consciente sino a la decepción, desconfianza o indiferencia de esos mismos jóvenes que en enero afrontaron la muerte para cambiar el país y que diez meses después siguen padeciendo el mismo paro, la misma represión y la misma miseria vital. Nahda tendrá que contar con eso si quiere mantenerse en el poder.