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Iñaki Egaña | Historiador

Amaiur, el desafío de un símbolo

Hace unos meses, cuando los calores apretaban de veras, volví a un lugar recurrente. Compartí habitación y mesa y recogí unos pocos apuntes en mi cuaderno de notas, que llevo pegado al bolsillo de la cazadora. La vida es demasiado corta y la memoria frágil. Siento la necesidad de apuntalar recuerdos y marcar con mayúsculas nombres, territorios y espacios en los que he dejado una brizna de mí y en los que he tropezado con una muestra de otros.

La verdad es que llevamos un año frenético, desigual, repleto de momentos de esperanza y también algunos de zozobra. No me hagan demasiado caso porque tiendo a relatar con más bonanza la hojarasca del otoño que la frescura de la primavera. Me emocionan las hojas del roble desperdigadas por la ladera. Me ahogan los pétalos de la violeta. Cuestión del clima o, como me señalan los más cercanos, de la edad. La nostalgia es un balón de oxígeno para los que sufrimos los avatares estacionales.

Lo sentí ya en el coche, escuchando sonidos de otras épocas, melodías que apenas se perciben entre el fragor del motor a mil revoluciones. Lo sentí, porque sin percibirlo cuando en soledad arranco al asfalto decenas, centenares de kilómetros, en esta ocasión el viaje con varios colegas que no llegaban a los 30 años de edad, me hizo desterrar a Lertxundi, Martikorena o Fermin Valencia para echarme en brazos de Berri Txarrak, Zea Mays o Gatibu. Un descubrimiento.

Y así, como viene siendo habitual en los últimos años, durante las dos primeras semanas de agosto, un grupo de jóvenes y no tan jóvenes, repito por inercia, nos juntamos en el castillo de Amaiur para ir desbrozando su historia. Un ejercicio me dirá alguien que inútil, por eso de lo breve de la vida que apuntaba antes, con permiso de Quevedo o de Mikel Urdangarin. ¿Habrá cosas más interesantes?

La duda circula. Más aún cuando en esta ocasión ni siquiera sacábamos lumbre a restos humanos, a huesos que alguna vez tuvieron una vida arrebatada por acometidas y verdugos. Amaiur, su castillo, es eso, una fortaleza de cantos y guijarros. Aparentemente son piedras, cercadas, dentro de las cuales aparece todo tipo de utensilios, incluso armas. Pero son, creo, algo más. Las piedras de Amaiur, del color rojizo de Baztan, aún destilan el sonido del fragor de la batalla.

El tiempo pasaba por delante con lentitud. A poca distancia, en la playa o en el monte, centenares de turistas corrían el verano, como los galgos su carrera. A nosotros, en cambio, cada jornada se nos hacía larga, muy larga. Cada temporada eclipsa a la anterior. A los pocos días de haber comenzado la tarea, ya tenía la impresión de que pasarán cientos de años, como los que nos preceden, antes de que concluyamos definitivamente las excavaciones.

No era, sin embargo, una impresión negativa. La quietud era patente. El lugar ha quedado resguardado de la mirada del presente, excepto cuando sopla el viento norte desde Otsondo o el del este desde Gorramendi. Amaiur es un símbolo, el símbolo. Quizás sea una apreciación excesivamente personal, pero cada vez que cruzo bajo el dintel de su antigua entrada, tengo la impresión de entrar en un lugar mítico, casi sagrado, como si lo hiciera en Santimamiñe, en Ekain o, quizás, en los laberintos del fuerte de Ezkaba. Respeto por la quietud y por la historia.

Es la quietud de la clausura. La quietud que une pasado con posterioridad, que apenas conoce el presente. Qué digo. Que desconoce el presente de manera casi insultante. Muchas veces he reflexionado sobre ello. La quietud centenaria tiene que ver con su inclusión en el futuro. Los abuelos de nuestros abuelos ya lo tenían por símbolo y las visitas a sus ruinas marcaron a generaciones. El monumento a la independencia navarra, a la unión con las provincias hermanas, es toda una declaración de intenciones.

Probablemente por ello, en Amaiur fueron esparcidas las cenizas de amigos, compañeros, como si el lugar acogiese a la eternidad. Por eso esa sensación que, aunque personal, la comparto con todos los que han hecho posible esa cohesión que aún hoy nos mantiene como uno de los pueblos por excelencia de Europa. Vivimos también del pasado porque creemos en el futuro.

Sé que suena retórico pero lo siento una y otra vez, como en ese coche que nos llevaba a Amaiur por las carreteras de Baztan, con la música bulliciosa de Esne Beltza en detrimento de las baladas de Txomin Artola. Jamás he conocido una crónica tan especial como la de Amaiur, jóvenes recién salidos de la secundaria, parados universitarios, maestros en su periodo vacacional, prejubilados del metal revueltos entre la piedra y el musgo, alrededor de una taza de café humeante cuando las campanas de la parroquia cercana anuncian ya el cambio de día.

En ese escenario, nunca me he sentido viejo, ni joven. Creo que perdí, incluso, el sentido de la orientación. Era, soy, parte del decorado. Parte de la historia que estamos construyendo. Parte de ese camino que abrieron nuestros antepasados y seguirán nuestros nietos. Ni siquiera recuerdo mi nombre. Quizás me venga a la memoria el de mis abuelos, el de mis hijos, el de esos jóvenes que desbrozaban el foso del viejo castillo para aligerar el eco de sus defensores. Nuestro patrimonio inmaterial.

Cada año nos depara una sorpresa de las que difícilmente olvidaremos. Este año, junto al aljibe y el desbrozamiento del perímetro, hemos encontrado centenares de recuerdos materiales. Entre ellos un kaiku de madera. Cuando lo desenterramos, con el mimo y la paciencia con que lo hace un arqueólogo, no podíamos dar crédito a lo que veíamos. Quienes tenemos algunas pequeñas nociones de nuestro suelo conocemos los efectos del tiempo, la humedad, la lluvia y las estaciones.

Aquel kaiku de Amaiur tenía más de 400 años y, a pesar de estar tallado, como todos, en madera, se conservaba casi perfectamente. Si fuera religioso diría que se trataba de un milagro. Como aficionado y curioso de la historia, puedo decir, sin dejar lugar a la equivocación, que se trataba de una excepción. Los milagros no existen. Jamás sobrevive la madera tantos años en un suelo hostil a la conservación como el vasco, como el de Baztan.

Relaté el descubrimiento a mis cercanos y quise añadir la metáfora que el hallazgo me sugería. Ya sé que es fácil caer en la elocuencia, incluso en la épica narrativa, pero no puedo menos que asombrarme de todo lo que es posible con voluntad. Y en este caso es como si las ruinas del castillo, símbolo de la defensa de la independencia navarra, tuvieran vida, en estado latente, esperando que alguien las descubriera para anunciarse.

Sólo ha hecho falta que poco a poco un grupo de voluntarios desbrozara el sendero de las ruinas para que éstas hayan cobrado existencia y vayan enseñado lo que contienen. Sabíamos desde Gabriel Aresti que la piedra respiraba. Únicamente ha hecho falta acercar el oído a sus poros para descubrir que su corazón palpitaba. ¡Quién lo hubiera dicho hace sólo un puñado de años!

Pronto se cumplirán 500 años de la conquista del llamado Católico. Un poco menos de la defensa del castillo de Amaiur. Más de uno pensará que tantos años son suficientes para aparcar sus ecos en los libros de historia que estudiarán cuatro especialistas. Que el sonido de los versos que reflejan aquella crónica ya ha descendido a las llanuras para disolverse como la nieve invernal en primavera.

Más de uno llegará con las botas gastadas, sin ánimo para continuar por caminos tan viejos, arrugados. Quizás se pierda entre pasajes bélicos y aventuras trasnochadas. No lo sé. Sin embargo, Amaiur no es un relato del pasado. Amaiur, su castillo que va aflorando sin prisa en la quietud del tiempo, es un proceso de futuro. Es una historia que todavía suspira, que gime y grita a la vez. Amaiur, como su kaiku, palpita en afinidad con un pueblo que aspira, en el siglo XXI, a convertirse en un estado más en ese escenario europeo del que forma parte desde siempre.

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