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CRíTICA ópera

Niños sin piernas

Mikel CHAMIZO

Desconozco si Philip Glass ha supervisado personalmente y aprobado esta nueva producción de “Les enfants terribles” del Teatro Arriaga y la Opera National de Bordeaux. Yo, desde luego, me quedé atónito al comprobar que a este híbrido de ópera y ballet, que Glass escribió en estrecha colaboración con la coreógrafa Susan Marshall, se le había quitado la parte danzada. Stéphane Vérité debió pensar que la obra no perdería su esencia al eliminar la danza, y sin embargo ha sido una de las meteduras de pata más bestiales que he visto jamás en una ópera. La adaptación del texto de Cocteau, su tratamiento vocal y toda la música escrita por Glass está pensada especificamente para que la danza acote y explique poéticamente lo que los cantantes sólo insinúan. Sin la danza, ¿cómo se podría entrever la verdadera naturaleza de la perversa relación de Elisabeth con su hermano Paul? En esta versión, efectivamente, no se pudo, y menos aún porque estaba revestida de un aire de puritanismo totalmente ajena a la novela de Cocteau: aquí Paul llevaba un pijama enorme y Elisabeth un salto de cama, cuando deberían haber estado medio desnudos y transmitir una enorme tensión sexual entre ellos –o, mejor dicho, la danza debería haberse encargado de hacerlo–.

En definitiva, que al margen de las bonitas proyecciones de video, esta concepción de “Les enfants terribles” fue absolutamente fallida, indigna e infiel a la intenciones de Glass y Cocteau. La parte musical, lastrada también por la ausencia de la danza, estuvo infinitamente mejor, con unos cantantes jóvenes notables y un trío de pianistas que ejecutó brillantemente una partitura mucho más difícil de lo que aparenta en su escucha.

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