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Giovanni Giacopuzzi Escritor

¿Y si fuera una cuestión de democracia?

Euskal Herria como nación no ha existido desde la conquista de América. No ha entrado en el gran libro de los estados. No ha realizado, como dice Azurmendi, lo que «también habríamos hecho, esto es conquistar, reprimir, saquear otros pueblos. Y es un consuelo para nosotros, aunque sea debido a la imposibilidad, que nos hayamos visto libres de los crímenes que otros han cometido».

La cuestión es de actualidad. Por lo menos leyendo los artículos de opinión que desde España se están escribiendo sobre el abandono de las armas por parte de ETA. La palabras «democracia», «paz», «justicia» y «memoria» surgen repetidamente conformado un relato histórico centrado en despojar la historia de ETA de cualquier significado que vaya mas allá del hecho criminal y, por extensión, negando una dialéctica histórica entre la idea de sociedad vasca y española en Euskal Herria.

Hay que aparentar una especie de escotomización (en psicoanálisis hacer desaparecer los hechos desagradables de la conciencia o de la memoria) y para ello España ha puesto en su relato un sistema de democracia orgánica primero, monárquico-parlamentaria después. Así, se quiere desviar la atención a través de un argumento, trágico y evidente como son las victimas del conflicto: «el único conflicto verdaderamente nuestro ha sido ETA, y ahora ya no tenemos conflicto», dice Patxi López.

Ese desfase entre las ideas democráticas, aunque solapado en la época de la lucha antifranquista, salió a la luz con el cambio del régimen, por la muerte del dictador. Entonces, la pregunta «¿qué democracia?» se quedó sin respuesta. Ruptura sí o ruptura no. Al final la reforma se impuso. Y si ese modelo de génesis democrática generó escuela diplomática y académica, en Euskal Herria se plantearon otros caminos que en España no tuvieron eco.

No sólo con la alteridad mostrada hacia la Constitución española, sino también por unas propuestas que se concentraron en dos corrientes. La de una ruptura a través de una marco autodeterminista representada por ETA con su lucha armada y la izquierda abertzale que se iba a conformar a través de organizaciones políticas y sociales en una corriente política y de pensamiento. Y la autonomista, con el PNV a la cabeza en el marco de la Constitución, pero «como trampolín hacia la soberanía plena», se decía.

Dos corrientes que planteaban dos modelos de relación social y política acordes con lo que a nivel institucional se movía en Europa. Que la alternativa KAS no era sino un programa «democrático burgués», avanzado si se quiere, pero en línea con modelos institucionales presentes en otros países europeos, es evidente. Así que cuando en las decenas de autos de la batalla jurídica contra ETA y contra la izquierda abertzale se escribía los «fines criminales de ETA» se traicionaba un subliminal miedo no tanto a la legítima confrontación con el «método armado para arrancar la negociación», sino al peligro de un proyecto político cuya articulación democrática aguantaba cualquier comparación.

También en el sector que abogaba por la vía autonomista las discrepancias de fondo con las fuerzas políticas españolas estuvieron a la orden del día. Si lo de Nafarroa fue una decisión de Estado y de la secretarías de los partidos, en donde la voz vasca ni fue consultada, las disensiones y desavenencias fueron constantes. La propaganda hizo que se evidenciara la autonomía como una «concesión de Madrid», «la mas amplia en Europa», olvidándose que la falta de competencias, como la industrial, hizo no solo que la reconversión hiciera estragos sociales en la sociedad vasca, sino también que fuera uno de los motivos que favorecieron la más importante disidencia en el frente autonomista, como fue la del sindicato ELA.

La disidencia hacia la misma idea autonomista, por su potencial deriva soberanista, cundió históricamente en el bipartidismo español. El toque dado por el golpe del 23 F y por la LOAPA vino a confirmar que, en el trasfondo cultural de los partidos, Madrid era el corazón de la idea democrática española. Tuvo que intervenir el Constitucional para corregir el tiro, indicado que sin la viabilidad de «este modelo autonomista» Euskal Herria se habría podido escapar de España. El Constitucional cerró el circulo años después al afirmar que la soberanía reside únicamente en el pueblo español. Así que el autonomismo está garantizado, mientras que el resto de modelos «de convivencia» hay que olvidarlos. Aunque lo sea como afirmación de principios. Y por si hubiera dudas, en 1990 amenazaron con suspender el Estatuto de la CAV y en el 2004 con llevar al lehendakari a la cárcel.

Porque escuchar a una sociedad que pedía otro marco, no para tener bandera sino más bien para otra democracia, era cuestionar la omnicomprensividad de la democracia española. Cuando en 1986 las vascos y vascas refutaron en el referéndum la OTAN, y pocos años después miles de jóvenes vascos rechazaron el Ejército, atestiguaron otra cultura democrática. Cuando la mayoría sindical vasca pide un marco autónomo de relaciones laborales muestra un sentir ampliamente difundido entre los trabajadores vascos. Cuando decenas de miles de personas se enfrentaron contra el programa nuclear en Euskal Herria demostraron que estaban dispuestas «a comer berzas» en lugar de «desaparecer como pueblo», como Chernobyl y Fukushima han propuesto.

En esa política de egocentrismo político, ETA ha supuesto una presencia constante, un toque de alarma. Su violencia armada ha generado en los mass media y en el lenguaje de los políticos una esencia unificadora del concepto de España. Las victimas de ETA no importaba cuál fuera su condición de franquistas, políticos, torturadores, policías, guardia civiles o militares, si eran adultos o niños, o si eran «víctimas colaterales», u «objetivos militares»... todas habían muerto «por la unidad de España». Que en realidad algunos lo fueron por este motivo y otros por la idea de ETA de derrotar al Estado elevando «el nivel del potencial armado» poco importa. Todas esa víctimas son funcionales a un diseño político, el de la España unida y de su democracia indiscutible. Porque, además, en el otro campo no hay víctimas, «cero». A lo sumo, «lo suyo crímenes, lo nuestro errores». ¿Así de sencillo? ¿Es viable y creíble una actitud hacia las víctimas tan «politizada» llamando al compromiso con la memoria parcial, en un país que ha basado su actual conformación institucional sobre el olvido?

Aunque el autismo caracteriza la actitud de España hacia la «cuestión vasca», la necesidad de diseñar otro posible marco democrático vasco, no contra, sino en favor de otra convivencia, ha ido creciendo. Ha sido el marco donde se ha esbozado también otra diplomacia internacional como entendió el Parlamento kurdo en el exilio vetado por la democracia española, para celebrar en Euskal Herria su conferencia proscrita por Ankara. Se han planteado instituciones como Udalbiltza que querían construir una «Euskal Herria como una comunidad plural, abierta y digna, desde el Aturri hasta el Ebro, que pueda ejercer su soberanía en democracia, en paz y en libertad». Hasta ETA llegó a definir el acuerdo del Lizarra-Garazi, como «un proceso democrático porque todo el mundo tendrá la posibilidad de defender su opinión y su proyecto. Para ello será lo mismo uno del PP o del PSOE, cada uno con su ideología, pero siempre y cuando dejen fuera las armas y otro tipo de presiones».

La lucha armada era un buen pretexto para el estancamiento. De nuevo, la cuestión de fondo, la idea de otra democracia posible, hizo que «Orain Herria, Orain Bakea» no fuera únicamente una consigna. Aunque el Estado español no quisiera darse cuenta. Porque sin esos mimbres no hubiera sido posible que una corriente de pensamiento proscrita, no sólo en su expresión organizativa, tuviera la capacidad de promover una catarsis colectiva, de acumulación de fuerzas, de retomar el protagonismo absoluto en la calle, de conseguir arrancar el derecho parcial a ser refrendada por la ciudadanía vasca, de resistir a la cárcel... Ello no hubiera sido posible si en el fondo de la sociedad vasca no se asentase una voluntad de decidir líbremente su forma de ser. Por eso intuyo que Amaiur, como paráfrasis de un sentido histórico político-popular, enviará siete mensajeros y mensajeras en Madrid para decir que existe otra democracia posible.

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