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La verdad del otro en la fecunda tradición de la «novela testimonio»

La recuperación por parte de la editorial «Libros del Asteroide» de la obra de Miguel Barnet «Canción de Rachel» rescata la fecunda tradición de la «novela testimonio», un ejemplo de que la antropología, la sociología y el periodismo pueden ser las vigas maestras sobre las que se alce la casa común de la literatura.

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Juanma COSTOYA

Fue la antropología, gracias a una nueva técnica de estudio bautizada como «observación participante», la que, seguramente sin pretenderlo, abrió nuevas puertas a la literatura. Bronislaw Malinowski fue el pionero de este novedoso enfoque, que buscaba ponerse en lugar del otro en vez de juzgar. El esfuerzo por comprender el punto de vista indígena se desgrana en cada página de su obra «Argonautas del Pacífico Occidental», un volumen que recoge sus investigaciones realizadas entre los Kula ( 1914-1920) en las islas Trobriand, 120 millas al noreste de Nueva Guinea.

Su modelo consistía en pasar largos periodos, incluso más de un año, entre las sociedades primitivas, compartiendo su vida y tratando de desentrañar su visión del mundo. Obviamente el contacto con el mundo occidental y con el exterior quedaba interrumpido durante su observación.

La bola de nieve puesta a rodar ladera abajo por Malinowski creció decididamente con las aportaciones de una ciencia relativamente reciente: la sociología. La investigación sociológica cualitativa norteamericana dio lugar a obras como «The Fence» de Darlel Steffensmeier (1986), basada en la experiencia de la vida ilegal de un tal Sam Goodman, un perista de sesenta años que el autor conoció en una cárcel cuando estaba cumpliendo tres años de prisión por tráfico de mercancía robada. Su obra es una descripción ágil e ilustradora del mundo subterráneo de la ilegalidad. En ella se relata cómo el perista se inicia en su actividad, cómo establece los contactos con ladrones y clientes, cómo funciona el mercado de la mercancía robada, cómo se establecen los precios y se producen las transacciones, cuántos son los beneficios, las modalidades de pago y la negociación, amén de las mil triquiñuelas propias de su oficio.

Otra obra determinante fue «Islands in the street. Gangs and American Urban Society» (1991) de Martin Sánchez Jankowski. El autor decidió investigar bandas de grandes áreas metropolitanas, Nueva York, Boston y Los Ángeles, y de diferentes connotaciones étnicas. Jankowski acabó estudiando 37 bandas, dedicó al estudio diez años, durante los cuales participó plenamente en la vida de las bandas, introduciéndose en sus actividades, compartiendo su cotidianeidad, hasta el punto de ser herido en enfrentamientos con bandas rivales y de ser repetidamente detenido por la Policía.

Estos estudios extensos, casi unánimemente sociológicos, dejaron una profunda huella que pronto alcanzó las cercanas fronteras del periodismo y de la literatura. «Los migrantes que no importan» (Editorial Icaria), obra del periodista salvadoreño Óscar Enrique Martínez, es un buen ejemplo actual. El subtítulo de la obra, «En el camino con los centroamericanos indocumentados en México» y sus capítulos «Aquí se viola, aquí se mata», «Las esclavas invisibles», «Frontera de embudos», «Nosotros somos los zetas» forman un elocuente resumen de la obra. Su autor empleó más de un año en recopilar las catorce crónicas que reflejan la odisea, con frecuencia trágica, de los emigrantes centroamericanos en su camino hacia Estados Unidos. Subiéndose a los trenes de carga, durmiendo al raso o en los albergues, compartiendo su comida o vadeando el Río Bravo, el autor hizo suyas las experiencias de los indocumentados pero, sobre todo, escuchó sus historias y anotó sus miedos y esperanzas.

Este «nuevo periodismo», en la actualidad ya viejo en el más noble sentido de la palabra, fecundó por el camino obras que traspasaron la dimensión temporal propia de una noticia, y destilándose, se convirtieron en literatura. Quizás la más representativa de todas ellas sea «A sangre fría», de Truman Capote. En el capítulo de agradecimientos el autor resalta que su obra es fruto de investigaciones en los archivos oficiales o «resultado de entrevistas con personas directamente afectadas; entrevistas que, con mucha frecuencia, abarcaron un periodo considerable de tiempo».

La novela recoge el asesinato en 1959, y en su casa, de los cuatro miembros de la familia Clutter, en Holcomb, un pueblo agrícola de Kansas. «A sangre fría» no es sólo una reconstrucción criminal más o menos afortunada. La novela introduce un potente elemento perturbador centrado en un destino común trágico ante el que se derrumba el sueño americano de fortaleza y prosperidad ilimitadas. Los Clutter conformaban una familia modélica en un entorno de raigambre religiosa metodista. Sanos, prósperos, abiertos y atentos con sus vecinos, su asesinato produjo una honda conmoción en todo el país. El sinsentido se acentuó cuando se aclaró que el móvil había sido el robo, a pesar de que los asesinos sustrajeron apenas cincuenta dólares, todo el dinero que en ese momento había en la casa familiar. Capote introdujo, además, el punto de vista de los dos asesinos, un siniestro, manipulador y estirado Dick Hickok, y el de un pobre diablo embrutecido, Perry Edward Smith. Ambos fueron sentenciados a muerte y ejecutados en 1967. El lector siente la contradicción de sentir que en la horrible matanza participó, al menos, un hombre dotado de sentimientos. La obra remueve por abrir la puerta que conduce a las sentinas del subconsciente, un terreno común a la humanidad, en ocasiones encenagado, maloliente y oscuro, donde pocas cosas son lo que parecen. Norman Mailer, Thomas Wolfe, Hunter S. Thompson, entre otros, siguieron la senda marcada por Capote añadiendo nuevos e interesantes títulos al género.

En el mismo año en que se publicó «A sangre fría» (1966) vio la luz en La Habana una obra que alcanzaría notoria difusión, «Biografía de un cimarrón» (Siruela) de Miguel Barnet. Este ensayista, poeta y etnólogo cubano eligió la vida de un antiguo esclavo, Esteban Montejo, para ilustrar las condiciones de vida de los cautivos de las grandes plantaciones y con ello dar un repaso a algunos de los acontecimientos más importantes acaecidos en esos años en la isla antillana. Cuando Barnet conoció a Montejo, en 1963, el antiguo esclavo tenía 103 años. En un principio el cimarrón no se lo puso fácil al ensayista. Fiel a sus principios reflejados en rotundas frases después recogidas en el libro («El que habla demasiado se enreda»; «De los hombres hay que desconfiar. Eso no es triste porque es verdad») Montejo tardó en colaborar plenamente con el autor.

También en esos mismos años, pero en un escenario muy distinto, Capote se las veía y se las deseaba para conseguir que los vecinos del tradicional pueblo de Holcomb confiaran en él. Su porte extravagante y su fama de homosexual declarado fueron una losa a la hora de acceder a determinadas investigaciones.

Finalmente el cimarrón habló con confianza y Barnet tomó nota de su vida en forma cronológica, comenzando con la extenuante vida de esclavo, siguiendo por su huida a los montes, su supervivencia, los ritos santeros de las ceremonias afrocubanas o su particular visión sobre la Guerra de Independencia de España.

Tres años después de la publicación de «Biografía de un cimarrón», Barnet entregó a la imprenta otra radiografía de la vida cubana a la que tituló «Canción de Rachel» (1969). La editorial Libros del Asteroide acaba de publicar este texto con una breve introducción de Italo Calvino. En la misma el escritor italiano afirma que Barnet refleja en su libro «la otra cara de la Cuba de antaño: la de La Habana nocturna, capital de la dolce vita tropical». Rachel es una criolla naturalmente dotada para el teatro, las variedades y el vodevil, una superviviente nata que convierte a Miguel Barnet, tal y como antes hiciera Esteban Montejo, en una mezcla entre confidente y confesor. En las propias palabras de Barnet: «La novela habla de ella, de su vida tal y como ella me la contó y tal y como yo luego se la conté a ella». Por el libro circulan los ambientes bohemios, los literatos, poetas y buscavidas que lo frecuentaban y también los ecos de los diversos conflictos sociales, entre otros, la que se dio en llamar «la guerrita de los negros», una sublevación de carácter racial que estalló en Cuba en 1912.

Años después de la publicación de este libro fue el propio Miguel Barnet el que escribió un guión cinematográfico titulado «La Bella del Alhambra», en referencia al nombre del teatro en el que tantas veces triunfara la exuberante Rachel. La película se hizo con un Goya en su edición de 1990, en la categoría de mejor película extranjera de habla hispana.

La trilogía de Barnet sobre la sociedad cubana se cerró en 1981 con la publicación de «Gallego»(Editorial Alfaguara). En su particular investigación literario-etnográfica, y después del negro y la criolla, le tocó el turno al inmigrante peninsular. En términos genéricos el apelativo «gallego» era un insulto que señalaba a la emigración española en sus aspectos más pobres y fracasados. Paradójicamente, en Cuba la emigración procedente de Galicia se adaptó bastante bien a pesar (o quizás por ello) de proceder de núcleos pobres y marginados. El Gallego es, en la novela de Barnet, Manuel Ruiz, el hombre que cruza el Atlántico con un equipaje exiguo en el que no faltan la ingenuidad, la determinación y el coraje que le harán trabajar duro siempre y fracasar también una buena porción de veces antes de encontrar un mínimo y merecido sosiego. La novela de Barnet mereció esta reseña del escritor uruguayo Eduardo Galeano: «Nuestros países tienen una deuda pendiente con los miles y miles de inmigrantes que han venido a tierras de América desde Galicia. Pero más allá del personaje y su peripecia, este libro es un homenaje y un entrañable desagravio a los miles de gallegos que tantas veces han recibido desprecio a cambio del mucho amor y trabajo que nos han entregado».

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