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Antonio Alvarez-Solís | Periodista

El agua por la mano abierta

Al Sr. Sarkozy se le ha escurrido la globalización como el agua por la mano abierta. La doctrina fundamental del neoliberalismo, que predica la desregulación del mercado en un mundo globalizado y totalmente abierto al libre comercio y al juego financiero sin cortapisas, ha huido del corazón presidencial por la ventana de esta sola frase: «No estoy contra la implantación de fábricas francesas en otros países. Es normal que se construyan en China los coches que se van a vender allí. En lo que no estoy de acuerdo es que fabriquemos en el extranjero lo que vamos a vender en Francia». Lean dos veces la propuesta y extraerán de ella sendas convicciones terminantes: que la economía entendida como factor de una sociedad sana y realmente humana exige la reunión orgánica y territorial de la producción y el consumo a fin de generar empleo; y que la desregulación del mercado, tal como predicó Friedman, no produce la automática multiplicación de los centros de producción ni la sana inversión del dinero en un mundo que pretenda el progreso generalizado, sino que significa la concentración de una riqueza asoladoramente insana en los contados y excluyentes ámbitos de un puñado de países y de corporaciones imperialistas.

Dato, entre otros mil, para avalar esta rotunda invitación a consumir el made in France que ahora reclama el presidente francés: en tres años Francia ha visto desaparecer de su suelo novecientas fábricas y ha padecido la consiguiente y amarga destrucción de cien mil empleos directos. La deslocalización de empresas, esa otra cara negativa de la desregularización, trasladándolas generalmente a países con mano de obra barata, beneficia únicamente al núcleo directivo de esas empresas, pero destruye el tejido social del país desde el que se deslocaliza la empresa. Esta política empresarial produce asimismo que se genere un lenguaje evasivo y confuso que oscurece la comprensión de lo que es crecimiento y desarrollo, términos que amparan ya el simple hecho de la mejora de los beneficios empresariales en la contabilidad de los resultados.

Ahora bien, esta postura del Sr. Sarkozy ¿es puramente fruto pasajero de la situación angustiada de su pueblo, en cuyo caso el contenido que entraña la frase presidencial es pura retórica y no promete una sólida reorientación de la economía francesa sino una simple seducción electoral, o bien estamos ante la explosión de una nueva conciencia ideológica negadora del neocapitalismo?

No creo que sea posible despejar con una mínima certeza este interrogante ya que el Sr. Sarkozy protagoniza habitualmente, como tantos otros frágiles dirigentes políticos, un discurso contradictorio, lo que le llevó a declarar absurda hace años la adopción de la tasa Tobin para controlar la especulación de los movimientos financieros y ahora acaba de reclamar esa tasa de raíz keynesiana como imprescindible a fin de sanear tales movimientos. Es cierto que las circunstancias políticas exigen a veces giros de 180º, pero cuando el Sr. Tobin sugirió esa tasa, o sea, en el último tercio del pasado siglo, el panorama de descarrío financiero era ya evidente, lo que explica la proposición del Nobel americano, que fue acosado, incluyendo en el acoso al ahora presidente francés, hasta el punto de poner sordina a su propuesta. Por tanto no parece una crítica  arbitraria decir que el Sr. Sarkozy navega dando bordadas y siempre con su brújula señalando el norte que en su día fijó con destructor radicalismo el Sr. Friedman, uno de los personajes contemporáneos más nefastos para el justo equilibrio moral y económico del mundo.

Sorprende, sea dicho como anotación marginal al asunto, la ceguera o servilismo con que los inseguros y zafios políticos occidentales han defendido -incluyendo guerras y otros delitos contra la humanidad- un modelo económico que venía trasluciendo desde hace más de veinte años su carcomido andamiaje. Esos políticos, añadamos, que se defienden ahora haciendo manifiestos  y cínicos gestos de sorpresa ante el desencadenamiento final del arrasador seísmo que siempre atribuyen a sus antecesores.

Lo que sí parece positivo en esta postura del presidente francés es que vuelva a hablar de la economía  productora de mercancías cuando la preocupación general de los gobiernos parece centrarse en el salvamento del estamento financiero, como si la esfera de las finanzas conservara su vocación crediticia de servicio a la economía real. Quizá este giro verbal del Sr. Sarkozy haya sido estimulado por su estrecha relación con Alemania, que sí pone su principal cuidado político en expandir su economía real, dando a la política financiera el valor estricto para convertirse en banquera de los importadores de sus productos. Esto último resulta absolutamente claro para el observador que tenga sus ojos puestos en las reticencias de la canciller alemana en cuanto se refiere al rescate de la deuda con que se enfrentan los países en peligro de quiebra. No parece que Alemania esté dispuesta a ser banquera con riesgo elevado de los bancos europeos que demandan ayudas cada vez más voluminosas.

Respecto a la inmensa mayoría de esos bancos europeos habría que promulgar una normativa que les impidiera los únicos movimientos que se resuelven a hacer, como es su cotidiano y barato juego de ida y vuelta de fondos con el Banco Central Europeo, sin otro destino que persistir en una especulación pura y simple basada en la compra de deuda soberana de países como Italia, España o Grecia, que se ven obligados a abonar intereses muy altos para obtener los constantes préstamos que necesitan.

El problema del empobrecimiento sistemático de la economía real y de las masas que la habitan no consiste, pues, en un mal funcionamiento financiero de la Banca sino en la existencia de la misma Banca actual, que ha abandonado su función clásica para concentrarse en un juego interiorizado que ha convertido la moneda en un signo socialmente inutilizable. La aparición multiplicada de monedas alternativas al margen de la legalidad -la más reciente quizá el Sol Violette- constituye la prueba de que los pueblos precisan mecanismos de pago no contaminados por los tóxicos que maneja la Banca existente y las corporaciones financieras, que se han convertido en una trampa de caza.

Esta destrucción creciente de la legalidad clásica no sólo está protagonizada por funcionamientos económicos de carácter popular aún embrionarios, incluyendo algunos casos de trueque en áreas pequeñas, sino que produce muestras muy ambiguas, pero indiscutiblemente poderosas, como son las mismas agencias de ráting, que deciden poderosas políticas a seguir por los Gobiernos y que así quedan amputados de una de sus más genuinas funciones soberanas como es la hacendística. Desde este punto de vista resulta muy aceptable la opinión de que la democracia burguesa se encuentra en pleno naufragio. Más aún, los Gobiernos que ahora rigen los más importantes países desenvuelven su tarea como órganos delegados de estas instituciones que representan el verdadero gobierno en una sociedad en que a la calle sólo le queda como practicable una voluntad de adhesión absoluta al poder autogenerado o un ejercicio  revolucionario ante la dura y cruel servidumbre que trata de imponérsele.

No cabe duda de que esta realidad explotadora por poderes sin más origen que ellos mismos legitiman las revueltas de la calle, que ha de restablecer los derechos naturales que le corresponden. Si es lícito matar al tirano, según la vieja teología liberadora del siglo XVI, tan legítimo ha de resultar la destrucción de la tiranía. Una de las tareas más urgentes para los pensadores progresistas del presente ha de consistir en la edificación de una liberadora filosofía de la violencia.

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