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Alberto Pradilla | Periodista

Sexiliado

Fui un sexiliado en Barcelona. Me destapó Itziar Ziga en su libro «Sexual Herria», y confieso. Para quien no esté familiarizado con el término, diré que, entre sus acepciones, aceptamos sexiliado como aquel que abandona Euskal Herria y descubre, gracias a entrañables antros como la Bata de Boatiné, en el Raval, que existe vida más allá del tradicional cinturón de castidad mental con el que nos castigamos en casa. Vamos, que follar por follar, sin más explicaciones, no era tan complicado. Con el tiempo descubrí que ese trayecto mediterráneo constituía casi una ruta de turismo sexual. Muchos y muchas lo realizamos buscando, entre otras cosas, tíos, tías, tetas, pollas, culos, tríos, grupos, cuerdas, látex o, simplemente, no sentirnos cohibidos en un ambiente que, siendo sinceros, percibimos asfixiante.

No pretendo sumarme a la corriente frívola de «en Euskal Herria no se folla». Pero sí puedo constatar que una vez cruzado el checkpoint de Kortes cambiamos nuestro modus operandi. No nos comportamos igual. ¿Cuántos vascos y vascas han cruzado fluidos en el anonimato del sexilio sabiendo que en su hábitat natural no habrían pasado de un cruce de miradas resignado? Condicionados como estamos por nuestra endogamia, no podía ocurrir otra cosa: fuera de nuestras fronteras follamos más, especialmente entre nosotros. Perro no come perro. Vasco folla vasco, preferiblemente fuera de su espacio natural. Lo sé, porque a cientos de kilómetros de Iruñea terminé enamorado de una persona de la que no me separaban ni cien metros en nuestra capital.

El 31 por la noche, ebrio hasta el paroxismo, me agarré a la oreja del pobre Dani Saralegi a cuenta del blog que ha comenzado con Arantza Santesteban con el sano propósito de explorar las barreras sexuales propias y ajenas. Dándole vueltas a toda la teorización que se produce sobre carne y pescado he llegado a la conclusión de que, si la revolución llega, será más sexual que textual. Como dice un amigo, pensar menos y sentir más. Si personas diferentes comparten la misma frustración querrá decir que algo hacemos mal. La culpa será de la educación, de los padres o del cura y policía que llevamos dentro. Porque, a pesar de esa retórica tan libre con la que nos adornamos, no podemos obviar que nuestro país está plagado de aspirantes a juez de la moral. Y eso, a pesar de lo lo mal que nos han tratado los togados.

La vida es corta pero muy ancha, todos a beber y a follar que son dos días.

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